La mejora de la muerte

Ocurrió en aquellos lejanos años en que a un niño todavía se le podía saltar la hiel. Cuando Gonzalillo podía pasar las vespertinas horas de Mágina con sus juguetes en el quicio de la puerta sin temor a ser atropellado por unos coches que aún estaban por llegar a la Moraleda. La calle del priorato era un hervidero de gentes entretenidas en sus labores cotidianas al son de las campanadas del reloj de la vieja casa consistorial y de las ¡buenas tardes!

¡Que bonico estás, Gonzalillo! Las alegres hijas de Cagarrache revoloteaban por el barrio como pichones rondando su palomar.

¡Mira qué entretenido está el chiquillo! ¿Qué quieres que te traiga del pedazo? Era la rechoncha figura del Patón, que caminaba hierático con su enorme espuerta haciendo equilibrios en la cabeza mientras llevaba de reata a su endeble borrico, tan añoso como él.

¡Niño no salgas a la calle, no te vaya a pisar una bestia! Doña Claudia Pagonabarraga Gastelurrutia salía de la casa del cura, su hermano don Alberto, con su imponente figura revestida de pontifical, encañonando sus pasos a la sacristía de la colindante iglesia parroquial, el particular universo desde donde ejercía su ministerio. Los atemorizados chiquillos procuraban guardarse de las majestuosas zancadas de la sacristana y de sus regañones: ¡Que viene doña Claudia Zapatones!

Pepa la Carbonera tiraba de la mano de su desazonado nieto, camino del callejón de la Angelilla, donde la terapeuta del pueblo curaba lo mismo una culebrina, que deshacía el mal de ojo o ponía las inyecciones que mandaba don Vicente el médico. Cuando de forma inesperada, al pasar por la puerta de la tía Eusebia, un alarido rompió la monotonía de la tarde: ¡la mejora de la muerte, la mejora de la muerte!

Las vecinas se apresuraron a acudir al caserón para asistir al momento de la despedida. La más anciana de la vecindad llevaba semanas postrada en la cama, empeorando un poco cada día, resistiéndose a los remedios de don Vicente y a los rezos de la Angelilla. Los últimos días dejó de tomar alimento alguno y en aquella mañana perdió el conocimiento, quedando en un estado de reposo acompasado por una leve respiración estertórea.

¡Felipa, tráele el niño a la tía Eusebia! La madre de Gonzalillo entró al pequeño de manera atropellada en el cuarto de la anciana agonizante, que ya estaba rodeada de mujeres, entre cuchicheos y algún suspiro de dolor, con el soneteo de rezos apagados, conducidos por don Alberto Pagonabarraga Gastelurrutia, el joven cura de almas que había acudido oportunamente para administrar los santos óleos.

El pequeño quedó impresionado al ver el estado irreconocible de aquella dulce mujer con la que pasaba tantas horas de compañía desde que tenía uso de razón. La que le contaba historias fantásticas y le hacía reír con sus bromas y cosquilleos. La que le alimentaba mientras su madre atendía a las labores. La que le regalaba con dulces calostros como a un chotillo más de su cabaña.

De la antigua cama matrimonial apenas se hacía notar un minúsculo cuerpo, como un frágil pajarillo en su nido, apenas sobresaliendo una cabecita de semblante cerúleo. Durante una fracción de segundo, la vidriosa mirada de la tía Eusebia reposó dulcemente en el semblante atemorizado del chiquillo. ¿Un leve amago de sonrisa? Luego, miró al infinito, abrió levemente los labios y dejó de respirar.

Pasaron algunos años hasta que su madre pudo explicar a Gonzalillo lo que fue aquella última vez que estuvo con la tía Eusebia, un recuerdo que evocaría a lo largo de su vida. Las personas mayores, cuando se van de muerte natural, en las postreras horas de su agonía, hay un momento en que recuperan por leves instantes la lucidez. Despiertan súbitamente al mundo de los vivos. Es la mejora de la muerte. Como que se quieren despedir de sus seres queridos. Por eso estábamos todos acompañando a la tía Eusebia, y por eso te llevamos junto a su lecho, porque en aquel instante ella pronunció tu nombre.

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Los profesionales de la salud somos conscientes de ese momento que popularmente llaman «la mejora de la muerte», solo que nosotros le llamamos «lucidez terminal» cuando se hace presente en los estados comatosos que acompañan al proceso de fin de vida.
Para ilustrar este relato he elegido la obra de Munch, El niño y la muerte (1899).
Si te gustan mis relatos breves puedes encontrar algunos más en la sección #TierraVacía de #CasaDeMágina. También puedes dejar un comentario con lo que más te haya gustado, te quedaré agradecido.

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