Una señora se acerca con parsimonia al enorme lienzo del cristo crucificado, arrima su mano, frota suavemente los dedos sobre la superficie y luego se persigna devotamente. Este mismo gesto, realizado por otra mujer del pueblo cuatro siglos atrás, desencadenó el acontecimiento más señalado que ha vivido a lo largo de su historia esta localidad de las estribaciones de Mágina. La mujer se llamaba María Rienda y regentaba un mesón.
También fue el día de San Sebastián, probablemente en una tarde húmeda como la de hoy. Acababa de alojarse una recua de mulos que transportaba los pertrechos de un caballero castellano, que andaba trasladándose a Guadix, a donde había sido nombrado corregidor por su majestad. Las mujeres con oficio son especialmente curiosas y María sucumbió a la tentación de desenrollar un lienzo amontonado entre los enseres polvorientos. Lentamente asoma un rostro adormecido en una queja de dolor y la mesonera se apresta a limpiarlo con el trapo que siempre cuelga del mandil.
El humilde suelo de la caballeriza se vio revestido por la estampa de un cristo crucificado que fulguraba conforme la mujer lo limpiaba con el cuidado del arqueólogo que descubre un primitivo mural. ¡Qué belleza! El cristo lleva un faldellín blanco con elaboradas puntillas que le hace resplandecer en una atmósfera de negritud. Muestra llagas en los brazos, la marca de la lanza en el costado, con los ojos cerrados y la boca entreabierta en un gesto agónico. ¡Qué tristeza! Con el mismo paño, María enjuga sus lágrimas y se hace la señal de la cruz. Es entonces cuando cae en la cuenta: todo lo está haciendo con la mano manca que le acompaña desde su nacimiento.
En ese momento, por la puerta del mesón discurría la procesión de San Sebastián, patrón de los apestados. La voz de ¡milagro! irrumpió como una detonación por las calles de la villa. Todo el vecindario se arremolinó en torno a la posada para verificar como un escéptico Tomás el prodigio de la mesonera. Las beatas se abalanzan sobre el lienzo a amasar sus plegarias, los beneficiados del priorato andan desorientados sin poder dar una explicación a lo sucedido, mientras algunos parecen frotarse las manos. Los regidores analizan la situación: es cierto que el cuadro pertenece al comitente caballero burgalés, pero también lo es que el milagro lo ha obrado en el pueblo, además, los arrieros dicen que una legua atrás reventó la mula que lo portaba y eso puede entenderse como la voluntad de quedarse.
Y al final se quedó. Y el pueblo, que hasta entonces se llamaba Cabrilla, pasó a llamarse Cabra del Santo Cristo. Y se fabricó un gran santuario para albergar la portentosa reliquia, que ya contaba con sucursales devocionales por toda Andalucía oriental. Y así estuvo haciendo milagros hasta no hace tantos años, hasta que fue destruido en la Guerra Civil. Pero el devoto vecindario encargó uno nuevo y cuando llega San Sebastián, como ha ocurrido esta tarde, es procesionado por el pueblo en señal de agradecimiento perpetuo. Este ha sido un año muy especial, por vez primera en su historia la hermandad que vela por su memoria ha designado a una mujer para regirla. Ya iba siendo hora. Seguro que aquella María Rienda se sentiría orgullosa. Manuel Amezcua
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Me encanta leerte, derrochas sencillez y cercanía.
Tus relatos de nuestra tierra me dejan con la gran satisfacción de conocer un poco más su historia, sus costumbres…
¡¡¡Gracias!!!
Gracias Juana, continuaremos divulgando estas pequeñas historias que han hecho grande a nuestra tierra.