Cólico miserere

La abuela, óleo de Antonio Hervás Amezcua

El grito desgarrado y rotundo atravesó la puerta cerrada del cuarto y corrió despavorido vereda arriba rebotando como un relámpago en los cortijos del valle del Gargantón. ¡Es el retortijón de Mamalucía! Esperanza dejó de peinar a su hijo, entró en la cuadra y tiró del brazo de Raimundo, que dejó la cabra a medio ordeñar para correr juntos al cortijo de su suegra. Desde lo alto del Terrado vio bajando ya a los hermanos Vilorta embutidos en sus pellizas pardas, y al frente al hijo de la Perita, dando grandes zancadas como un saltamontes atolondrado para sortear los regueros que dejaba un temporal que no cesaba desde hacía semanas.

Mucho tardó en llegar este invierno el cólico de la abuela, tanto como las lluvias, pensaba Esperanza mientras se esforzaba en adelantar penosamente por el camino embarrado. Y bien fuertes que aparecieron, mal día era aquel para dolencias. Espero que Juan Manuel esté aderezando la yegua, dijo a su marido, él es matarife y entiende de alaridos, este no tiene espera, si baja pronto a Huelma lo mismo trae a don Hevelio Calisalvo antes que anochezca. Sabía que en tales circunstancias aquello era asunto de hombres. Hacía dos días que el caz había reventado por la parte que pega al camino, produciendo una penetrante hendidura que lo hacía intransitable. Las aguas fueron a engordar la crecida del barranco y se llevaron por delante el pequeño puente de troncos de álamo que Raimundo había montado para evitar vadearlo. Había que sacar a la abuela al camino de las Cabritas para que pudiera ser atendida, y había que hacerlo a hombros por los laderos del barranco hasta alcanzar el molino de Gualijar, que era hasta donde podía llegar la tartana de don Hevelio Calisalvo, si es que el corpulento médico de Huelma aceptaba acudir en un día tan aciago. Los molineros estaban acostumbrados y en un rincón del cuarto del cernedero tenían puesto un catre donde los inviernos recibían a los enfermos que por peligro de muerte no alcanzarían a llegar al pueblo.  

En tales angustias encontró Esperanza a Mamalucía, ligeramente incorporada en su cama, con el rostro macilento y el pelo desgreñado, agarrando desesperadamente con sus manos una mata de toronjil que arrimaba como un crucifijo a su aliento hasta que le venía otra arcada, y evacuaba sobre la palangana blanca que sostenía en su regazo. La abuela siempre había sido desmesurada en lo que a achaques se refiere, pero esta vez sus bramidos estaban más que justificados. Cuando la quebrancía asomaba, no había más remedio que gritar como una loca y movilizar a todo el mundo, hasta que las manazas de don Hevelio Calisalvo hicieran el milagro de volver las tripas a su sitio.

Mientras la nuera limpiaba las mugres de Mamalucía y luchaba contra sus espasmos para arreglarle las canas,  Raimundo y los hermanos Vilorta terminaron de componer el artificio para trasladarla: con fuertes tomizas ataron a los brazos de la mecedora dos gruesos palos de varear, de forma que varios hombres pudieran sostenerla a la vez. Hasta que se vio embutida en ella, los estremecedores lamentos de la abuela revolucionaron la vida del cortijo, los gatos huyeron del humero y los perros acudieron a la puerta bramando como descosidos sin poder reconocer el peligro del que defender a su dueña.

Esperanza puso sobre los hombros de su suegra la toca de lana negra que tenía reservada para los días especiales, y colgó de las improvisadas andas un saco de media fanega de salvado. Para que don Hevelio Calisalvo haga las cataplasmas, dijo a su marido. Luego les echó a todos por encima el fardo de la aceituna, al que había hecho cuatro rajas para que pudieran sacar las cabezas, y sobre ellas les puso sombreros de paja forrados de tela de bayeta. Algo les protegería de aquella pertinaz lluvia. Y echaron a andar.

El remojado cortejo parecía una pesada oruga remontando el barranco con la dificultad de un animal herido, gruñendo a cada paso, sorteando los espinos y pisando los salientes de asperón para no patinar por el despeñadero. Raimundo iba delante guiando los movimientos, luego la abuela, absorta en sus espasmos, y detrás los dos Vilortas empujando contra el terraplén. El hijo de la Perita seguía saltando unos pasos más adelante, afanándose en vocear advertencias que nadie atendía, no en balde era el que mejor conocía este escarpado camino de cabreros, que hacía varias veces al día para llevar y traer recados a las gentes de Polera. En tres ocasiones tuvieron que volver sobre sus pasos debido a los desmoronamientos que provocaba el aguacero. Esperanza no pudo respirar hasta no verlos alcanzar el gallinero, al borde mismo del barranco. Y así embadurnados en el lodo rojo del ladero, los vio trasponer por el cerro arriba hasta que los fue desdibujando la bruma húmeda de la tarde.

Tres días después el temporal hizo un guiño y consintió que los rayos del sol se recostaran sobre Polera, oreando el barrizal. ¡Nena! ¡Saca la cabra del fresal! Gritó fuera de sí Mamalucía mientras apuntaba con su enérgico garrote a su nuera, nada más asomar por la majadera, cogida del brazo de Raimundo, balanceando su cuerpo al andar como el péndulo del viejo reloj de su cuarto, que aunque tarde, siempre daba la hora. Manuel Amezcua

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Como veo en RRSS que os ha gustado el cuadro, os contaré algo sobre su gestación. Fue pintado por mi primo Antonio Hervás Amezcua en uno de aquellos veranos de los setenta que pasó en la Moraleda. La retratada es mi abuela María. La pintó en la azotea de nuestra casa familiar, con el telón de fondo de la estela de casas blancas derramadas desde el Paso hasta el Nacimiento. Para la ocasión, mi abuela se puso los brillantes zapatos de los acontecimientos importantes, única licencia que podía destacar de la negritud de aquellos lutos pertinaces que acompañaban a las mujeres de antes a lo largo de su vida. Recuerdo la pesadilla que supuso para ella el posar durante días ante la constante mirada de su nieto. Y los esfuerzos que tuvimos que hacer entre todos para entretenerla. Pero, a pesar de todo, el pintor supo reflejar la serena y amorosa quietud con que la abuela trató siempre a toda su prole.
Si os interesa la obra de Antonio Hervás Amezcua podéis visitar su web: http://hervasamezcua.org/

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Si te gustan mis relatos breves puedes encontrar algunos más en la sección #TierraVacía de la #CasaDeMágina. También puedes dejarme un comentario con lo que más te haya gustado, te quedaré agradecido.

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