Escribí este relato para la revista Index en el año 2000, comentando una fotografía de Antonia Carricondo que realizó en su viaje al Himalaya y que me regaló pidiéndome la apoyase con un texto en función de lo que libremente me sugiriese. En sus notas me decía del protagonista: «lleva un largo viaje a pie, ha aparecido de improviso con cuatro silenciosos compañeros desde la India; en cuanto pase el Nara La, de 4.600 metros, deberá abrigarse más frente al abrumador espectáculo del Tibet. Por el momento, a los que regresamos del Kailash (llevamos una semana de vuelta), pide básica información sobre el estado de los collados, intercambia cuatro serenas afirmaciones y nos pide que le saquemos una foto (la mímica siempre fue el idioma universal)».
He aquí un hombre y un camino. El hombre es un tipo delgado, esbelto, de buena talla y edad, sus huesudas rodillas y codos y sus brazos y piernas musculosas descubren una complexión atlética, aumentada por la vida rigurosa del eterno caminante. El camino es montaraz y a propósito de bestias adaptadas a las duras travesías.
El hombre es de piel morena, enervada y nutrida, que contrasta con un pretendido desaliño en su aspecto, reforzado por una barba más propia de anciano y su leve indumentaria a base de tules doblados que no podrían cubrirle al completo. Los ojos, socavados en su semblante serio, lanzan una mirada directa, no exenta de desafío, que choca con el suave gesto de su mano, con unos dedos delicados, poco acostumbrados a trabajos rudos. Colgaduras en el pecho y la muñeca, a modo de amuletos, introducen una leve dimensión espiritual.
Como todos los caminantes, carga con las pertenencias que le pueden hacer falta para vivir con lo mínimo: abultados morrales a la espalda, entre los que destacan los cacharros que exhibe entre sus manos, perolas y cazos metálicos que relumbran como si estuviesen forjados en un metal precioso y que delatan todavía más la parquedad de medios de su dueño. Con ellos, el hombre enseña su oficio, el de curandero ambulante, por eso los lleva siempre dispuestos ante un improvisado cliente que necesite un cocimiento salutífero. La naturaleza pone la sustancia y el sanador los cacharros y su ciencia, aprendida de algún viejo que hiciera lo mismo que él y reforzada cada día en la escuela del camino.
El camino es su lugar de trabajo y la esencia de su existencia. Todos los caminos evocan soledad e invitan al caminante solitario, como lo es él. Este es un viejo camino de herradura, tan áspero como el alijar de piedras calizas que se agarran a su ladera, tan espinoso como las espesas brozas que lo delimitan.
Este camino, como casi todos los caminos del mundo, conduce a tierras lejanas, a un horizonte de montañas que apenas deja entrever la neblina. El oficio de sanador ambulante tiene eso: discurre por un camino interminable que nunca pasa por el mismo sitio, como la enfermedad que pretende curar, que nunca encontrará en la misma persona. Manuel Amezcua
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