Escribí este relato para la revista Index en el año 2000, comentando una fotografía de Enrique Meléndez de la Fuente (1881-1965), el fotógrafo sevillano de lo prohibido, de una serie de ellas dedicadas a las prostitutas de la calle de la Sopa de Sevilla.
Rara pose para quien mercadea con su cuerpo, ocultando al fotógrafo con sus manos delicadas, en un gesto de apocamiento, aquello que debiera ser el centro de su negocio. La explicación hay que buscarla en el semblante de esta prostituta niña, en la que aún hace mella el pudor, a diferencia de la puta vieja, que hubiera exhibido su sexo desaliñado con arrogancia y provocación.
¿Qué edad puede tener?, ¿catorce, dieciséis años? Da igual, demasiados pocos para su oficio. Zapatos elegantes (tal vez su único lujo material), medias y ligas de mujer para unas piernas de adolescente echada al mundo de los desviados con demasiada premura. La naturaleza no ha terminado de moldear sus formas de mujer cuando la vida ya está imprimiendo en su cara la leve melancolía de las mujeres que se obligan a ejercer de actrices del amor. La seca desnudez de la chiquilla se contrapone al emperejilamiento del escenario, de una pretendida elegancia a la andaluza: asiento de madera de patio burgués, reja afiligranada sobre postigos vidriados, y un fondo de azulejos primorosamente pintados con motivos floreados, que visten su cuerpo como esos mantos recargados de encajes de oro que engalanan las vírgenes barrocas en Andalucía cuando las sacan en procesión.
La fotografía es de Enrique Meléndez de la Fuente, un fotógrafo sevillano que comenzó su andadura artística a comienzos del siglo 20, que tenía una cierta tendencia a llevar la cámara a lo prohibido, al decir de Pereiras y Holgado, a retratar lo que de muros adentro era puro secreto. Yáñez Polo resaltó su condición de observador y su afición a los ambientes picarescos, a hurgar en las interioridades de «fulanillas y celestinas». Meléndez, al realizar esta fotografía de una de las niñas de la calle de la Sopa, desnudó para la posteridad una de las depravaciones que siempre han sido: la prostitución infantil.
A pesar de los años transcurridos, hay algo de intemporal y de universal en la mirada de la joven prostituta. En realidad es la misma mirada que uno ha de soportar con angustia algunas madrugadas en el paseo de la Bomba de Granada, donde se venden las jóvenes enganchadas a la droga; la mirada mestiza que me mordía la conciencia cuando atravesaba los exhibideros nocturnos de la Avenida Caracas en Bogotá, paraíso de desechables y otras gentes inquietantes; la mirada herida de tantas niñas repartidas por el mundo que solo pueden provocar lascivia en personas desviadas y sin la menor conciencia de la dignidad humana. Manuel Amezcua
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Desechables: así se llama de manera despectiva a las personas sin hogar que deambulan por el sector sur de Bogotá.
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