El pequeño memorialista

Repisa de madera con botes de tinta rotulados con nombres de familias y cuadro explicativo con fotografía, que recrea los objetos que un día estuvieron en el Cortijo de Polera, en las Cabritas, Huelma (Jaén). Se expone en una pared junto a la chimenea de La Casilla, en Casa de Mágina.


El pequeño memorialista se afanaba en su oficio con la presteza de un notario. Eran los años de la guerra del 36, cuando en las Cabritas solo quedaron mujeres y niños, con algunos viejos inhábiles para el combate. Fue entonces cuando el cortijo de Polera se convirtió en centro de comunicaciones entre las familias, pues allí vivía el único niño del valle del Gargantón que sabía leer y escribir. El pequeño Rosendo recibía cotidianamente a las esposas y madres desesperadas por tener noticias de sus hombres desplazados al frente.

En la puerta del cortijo, un corro perseverante de campesinas atendía con ansias a las nuevas que traían las misivas que llegaban desde tierras lejanas, casi siempre a destiempo. El muchacho las leía en comunidad, en un acto de consolación colectiva, con la templanza que la ocasión requería, entre las risas y lloriqueos de unas mujeres curtidas por el sol y el esfuerzo, por la conciencia de saberse las únicas mantenedoras de la hacienda.

Luego llegaba el momento de las contestaciones. Rosendo aprendió pronto a discurrir como los mayores, pues las mujeres le apremiaban a pasar a las letras lo que su rudo lenguaje expresaba con dificultad. El único emolumento que se impuso para tan delicado menester fue que ellas le llevasen la tinta para escribir, por ser un material tan preciado como escaso en aquellos tiempos de tanta carestía. Como si de un valioso elixir se tratara, ordenados en un vasar junto a la chimenea, el niño fue colocando los botecitos de cristal con el nombre de la estirpe a la que pertenecían.

La fama de Rosendo como escritor epistolar se extendió por la comarca hasta el punto de no dar abasto a tanta demanda. La solución pasó por incorporar a la niña, su hermana Visitación, tan chica como él. Pero como en ese tiempo no era costumbre que las chiquillas de los cortijos acudieran a la escuela, no tuvo más remedio que enseñar a su hermana a escribir por las noches, a base de lecciones exprés que en pocas semanas lograron que la empresa de responder cartas se realizase a dos manos. Y así, sin pensarlo, se pudo rescatar otra mujer para la cultura.

La guerra terminó, los hombres que pudieron regresaron y menguó la función memorialista de Rosendo, quedando huérfanos los disparejos botecitos de tinta.

Pero el muchacho continuó escribiendo, anotando en libretas todo lo que observaba en los campos, en los animales, en las gentes y en sus faenas. Las libretas escolares se fueron acumulando con meticulosas relaciones de aconteceres de los sitios y los días. Y con ello se convirtió en un prolífico escritor popular de la tierra vacía. Aunque nunca llegara a ver sus escritos en letra de imprenta. Manuel Amezcua.

Los hermanos Gonzalo, Visitación y Rosendo
La escritura ha acompañado a Rosendo desde su niñez, que ha sabido conciliar con sus labores agrícolas

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Escribí esta narración para la revista del Museo de la Escritura Popular de Terque. El protagonista es mi tío Rosendo Amezcua Lirio, que me contó esta historia una tarde de otoño en su casa de Bélmez de la Moraleda, cuando ya pasaba los 80 años. Es una de tantas historias que, junto a sus viejas libretas manuscritas, hoy honran su memoria.

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