La vereda, la comadrona y su nieta

Escribí este relato para la revista Index en 1998, tras haber realizado un estancia entre julio y septiembre en la Universidad de Tunja (Colombia). ¿Qué será de las protagonistas un cuarto de siglo después? ¿Vivirá Virginia? ¿Dónde habrá aposentado su familia la joven Natalia? ¿Qué oficio tendrá? ¿Habrá seguido los pasos de su abuela?

Para llegar a la vereda de Santa Bárbara hay que adentrarse bien en el páramo desde Duitama, en el corazón del montañoso y libertario departamento de Boyacá. Un interminable camino destapado, solo transitable por camperos acostumbrados a la aventura, conduce por valles y barranqueras pedregosas hasta este ramillete de casas arremolinadas en torno a una vistosa capilla doctrinera. La iglesia carece hoy de cura, como la vereda de cualquier otra representación institucional, si descontamos a Emilce, la joven maestra que no recuerda la última vez que le abonaron su soldada.

Apenas una docena de habitantes mantienen viva la vereda, mitad ancianas y niños, ya que la gente que puede producir con los brazos marcharon a los arrabales de Bogotá en busca de mejor fortuna. Y todo por culpa de una nueva clase latifundista que viene oprimiendo a los campesinos hasta echarlos de las tierras que con tantos afanes sostenían a sus familias desde tiempos inmemoriales.

Allí viven Virginia y su nieta Natalia, que posan bajo el rosal para enseñarnos su eterna sonrisa. La anciana ha sido la partera de la vereda durante largos años, hasta que se ha quedado sin oficio por falta de mujeres que puedan parir. Por allí anda gateando tras su abuela Leonor el pequeño Mauricio, que es el último al que ayudó a nacer con esos brazos que exhibe arremangados. Dice que aprendió el oficio de muy joven, con un droguero de la ciudad, por eso conoce bien los cocimientos de yerbas que aliviaban el parto o evitaban los entuertos. El ramo, la manzanilla dulce, la yerbabuena, la panela, toda su farmacopea la obtiene en el perímetro de su pequeño rancho. Agua tibia hervida, una cucharada de miel de caña y una estampa de María Auxiliadora, y a parir, que aquí solían hacerlo de pie para no tener que tirar del niño, como hacen en los hospitales.

Menos mal que el droguero le enseñó otras cosas además de a partear, y por ello ha sido requerida desde otras veredas para curar males de ojos, de manos o de pies, y hasta para niños que son muy recholones. Virginia tiene 64 años y es muy consciente de que su saber ha caducado, que tarde o temprano tendrá que dejar la vereda, posiblemente cuando su sonriente nieta alcance la edad de trabajar y sea requerida por sus padres.

Es un proceso inevitable: los ancianos permanecen en sus casas mentalizándose, mientras crían a sus nietos lejos de la inseguridad de los barrios pobres de la ciudad, donde se concentran los campesinos desplazados. Aunque al final todos saben que van a compartir un mismo destino, es cuestión de tiempo. Manuel Amezcua

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Camino destapado: carretera sin asfaltar.
Campero: vehículo todoterreno.
Droguero: farmacéutico o vendedor de productos farmacéuticos.
Entuertos: dolorosos espasmos que aparecen tras el parto.
Nueva clase latifundista: eufemismo para designar los cultivos asociados al narcotráfico.
Vereda: división territorial que comprende asentamientos rurales dispersos.

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Si te gustan mis relatos breves puedes encontrar algunos más en la sección #TierraVacía de la #CasaDeMágina. También puedes dejarme un comentario con lo que más te haya gustado, te quedaré agradecido.


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