Alcalá, cuando llega don Carnal

Pregón del Carnaval de Alcalá la Real (Jaén), pronunciado el 10 de febrero de 1991 por el Dr. Manuel Amezcua.

Excelentísimo señor alcalde, señoras y señores, convecinos y amigos:

De Carnaval todo pasa, dice un viejo dicho de carnestolendas, y en verdad, en verdad, que algunos se encontraron con lo que menos esperaban, sin ser precisamente una sorpresa agradable.

Y es que aquí el amigo Paco Martín se ha empecinado en pasear a este investigador de misa y olla por los foros alcalaínos como en un rosario de la Aurora. No sé si detrás de todo existe una desproporcionada exaltación personal o si se oculta alguna oscura venganza de los tiempos lejanos en que compartimos el cenáculo de un amago de vocación sacerdotil desorientada.

Siempre he pensado que de haber nacido dos siglos antes nuestro amigo Paco hubiera sido un abate francmasón. Prueben, si ustedes no me creen, a ponerle una capa de conspirador jesuítico a esa dulce sonrisa de tonsurado. Como sus padres no se conocieron en plena guerra de la Independencia, Paco Martín se salvó de andar los caminos de la abadía alcalaína vendiendo ungüentos milagrosos mientras repartía panfletos incendiarios. Hoy se relame el regustillo de presentarme como orquesta sinfónica para un encargo tan pintoresco como traicionero, y es que todavía no acierto a comprender qué hace alguien como yo en un lugar como éste.

          ¡Mal año habemos de carnavales! pensaba al tiempo de aceptar este encargo y a tenor de la dramática actualidad que atravesamos. Un discurso que se espera jocoso, satírico y neurasténico, corre el peligro de convertirse en agua-fiestas si don Carnal no lo remedia. Al final espero contar con la buena voluntad de los congregados para disculpar las limitaciones literarias del pregonero y aguantar durante veinte minutos lo que alguien que interesa de las manifestaciones populares jiennenses tiene que decir de una fiesta ancestral como es el carnaval.

Uno  

          Un columnista de cierto periódico jiennense decimonónico, de corte distinguidamente conservador, aludía al carnaval calificándolo como «La Fiesta de Satanás», con cuya definición ponía de manifiesto la quintaesencia de la fiesta exaltadora de los valores paganos de la vida. Claro que esto ocurría cuando los encantos y turbulencias del carnaval estaban en todo su apogeo, o sea, mucho antes de que se reglamentara esta diversión siguiendo criterios políticos y concejiles, atendiendo a ideas de orden social.

          La partida de defunción del carnaval está firmada, al menos esa es la posición de don Julio Caro Baroja, que argumenta con serios razonamientos. La principal razón de la decadencia y muerte de la fiesta de carnaval está en su misma razón de ser: «El Carnaval, nuestro carnaval,-dice el sabio antropólogo- quiérase o no, es un hijo, aunque sea pródigo, del cristianismo; mejor dicho sin la idea de la cuaresma, no existiría en la forma concreta en que ha existido desde fechas oscuras de la edad Media».

          Siendo así, y es razonable pensar que así sea, la fiesta de carnaval, sin negar sus orígenes paganos, surge como reacción a la obligatoriedad de la Cuaresma con sus ayunos, abstinencias y prohibiciones de todo tipo. Empezaba la larga temporada de cuarenta días de sacrificio y había que aprovechar el tiempo y despedirse de la vida con frenesí. Decía Blanco White refiriéndose al comportamiento de un pueblo andaluz: «Al aproximarse el carnaval, las ganas de retozar se apoderan rápidamente de sus asiduos devotos hasta acabar en una posesión completa que dura los tres días que preceden al miércoles de ceniza».

          Parece que la desaparición del carnaval estaría en estrecha relación con la secularización de la vida y no tanto con las prohibiciones por parte de los gobiernos antipopulares. La pregunta obligada es ¿realmente ha muerto el carnaval? Si no ha muerto, por lo menos recuperándose de la lenta agonía de los últimos años sí que está. Recuérdese que en la Guerra civil el general Franco abolió esta fiesta por decreto en la zona rebelde y tras la victoria en todo el territorio nacional. En realidad no hacía sino seguir la tradición de anteriores gobernantes que habían venido prohibiendo el carnaval, o al menos regulándolo, desde el siglo XVI, y al tiempo dar satisfacción a las clases sociales que tradicionalmente habían mantenido una postura hostil hacia la fiesta mas celebrada por el pueblo llano.

          Esta hostilidad provenía de la sensación de inseguridad que proporcionaban las clases bajas que celebraban los carnavales bebiendo y alborotando las calles. Como consecuencia, el carnaval desapareció en la mayor parte de las ciudades y pueblos españoles, o cuando menos sobrevivió como el de Cádiz, domesticado y en forma de fiestas típicas fuera de su fecha tradicional. La muerte de Franco provoca una inmediata reacción de Cádiz a la que se suman otros pueblos por recobrar su carnaval, que en unos primeros años aparece con mucha reglamentación y demasiada cabalgata, hasta desembocar en la explosión de participación popular que estamos experimentando en los últimos años.

          Y volvemos a repetirnos la pregunta ¿ha muerto el carnaval? El carnaval cumple unas funciones sociales y psicológicas que ninguna otra fiesta proporciona cumplidamente. El carnaval rompe el orden social, enfrenta las clases, libera los instintos y rompe las represiones. Todo esto lo realiza a través del disfraz, invirtiendo el orden de las cosas, comiendo y bebiendo, ironizando y satirizando a la sociedad y a la autoridad y, en definitiva, dando rienda suelta a la fantasía y la libertad.

          Si estas funciones no las realiza otro tipo de fiestas o actividades, como creemos, si la problemática de opresión y desigualdades sigue existiendo y, a la par, las libertades mínimas están garantizadas y la libre expresión respetada, es evidente que el carnaval no morirá nunca, al menos en los lugares donde, como es el caso de Alcalá, ha sido capaz de resistir la embestida de los últimos años.

Dos

Para qué quiere el cura
lo que le cuelga,
que se lo eche a los gatos
que se entretengan.

          Así dice una canción procedente de Villanueva de la Reina y que pertenece a un particular género que llaman mononas, que son unas coplas de invierno que cantan los aceituneros en las cuadrillas y con las que satirizan todo lo divino y humano que se les pone a tiro.

Caramba con el viejo
que tieso mea
que la pared de enfrente
la «abujerea».

          En este pueblo de la campiña jiennense, como en otros muchos lugares, se considera ya iniciado su tiempo excepcional a partir de la misma navidad y otras fiestas significativas de invierno. El carnaval, entendido en su sentido rítmico, tiene una amplitud temporal que supera a los tres días que le corresponden según el calendario festivo del año. Así pues, se trata de una época de alegría y confusión, de agravios, escándalos y sátiras, de inversión y todo tipo de excesos. Justo lo contrario del ayuno que simboliza la cuaresma, aunque parece ser que de siempre las abstinencias y rigores cuaresmales han sido mucho menos observados que los excesos carnavalescos.

          En el carnaval de Jaén han resaltado tradicionalmente todos estos elementos y tomando forma de diablos, de falsos obispos y de otras mascaradas, han ocupado un puesto preeminente entre la larga lista de costumbres prohibidas y pecados públicos sancionados por el ordinario (entiéndase el ordinario como el aparato eclesiástico que todo lo depura y organiza). Pues de forma desordenada, como homenaje a este tiempo de desorden, intentaremos dar algunas pinceladas sobre aspectos históricos y culturales del carnaval de Jaén, cuyos primeros testimonios se remontan a algo mas de quinientos años atrás.

          Fue su patrocinador el más marchoso de los cancilleres de Enrique IV, el Condestable de Castilla don Miguel Lucas de Iranzo, que durante su residencia en Jaén en las postrimerías del siglo XV animaba las carnestolendas con un apretado programa en el que participaban todos los estamentos sociales de la ciudad. De especial relevancia eran los actos del martes de carnaval, iniciándose la fiesta muy temprano, antes del desayuno y al toque de trompetas, atabales, chirimías y otros instrumentos más suaves. La mañana transcurría entre los desfiles de máscaras y cosantes, desde la puerta del palacio del condestable, en la calle Maestra, hasta la plaza de la catedral, que en aquellos días había sido librada de las grandes piedras de cantería que servían para su construcción para que la juventud pudiera danzar y divertirse con los juegos de cañas.

          La tarde se abría con la colación de viandas en la plaza de la Audiencia, al pie de la torre del palacio, con lo que se inundaba de gentes de toda condición, pobres y menesterosos, gremios, ancianos, etc. La jornada terminaba con una gran luminaria, en torno a la cual caballeros sobre briosos alazanes, lanza en ristre, entretenían a las dueñas y doncellas con el juego de las sortijas y otras seducciones.

          Pero los carnavales del Condestable Iranzo eran nada comparados con las libertades saturnalicias de los beneficiados jiennenses de la época, cuyas disoluciones durante los oficios religiosos de la catedral fueron tan escandalosas que tuvieron que prohibirse en las constituciones sinodales. Y es que los pícaros eclesiásticos gustaban de echar aguas sucias sobre las venerables calvas de los miembros del cabildo valiéndose de una lavativa o ajile, así como echaban en la naveta del incienso productos que al quemarse producían un humo fétido o provocaban violentos estornudos; cometiendo de paso otras irreverencias como ponerse a comer durante la misa, hacer parodias de los sermones con frases incongruentes que provocaban la risa, traer perros ladradores que perturbaban el normal desarrollo del servicio coral, o bien echar entre la multitud culebras y lagartos que provocaban su huida como despavoridos por las naves de la catedral.

          El colmo de la inversión del orden social, de lo humilde y lo servil frente a lo soberbio y lo poderoso, se alcanzaba con la fiesta del obispillo o episcopellus. El obispillo era un niño de coro, laico o monaguillo, seleccionado de entre los de mayor fama de desvergüenza, al que revestían con ornamentos de obispo, se le ponía la mitra, pectoral y anillo, modo episcopaliar e intervenía como presidente en la dirección del coro y demás actos a excepción de la misa. Después de entronizado en su sitial, desde el Deán hasta el último capellán de la catedral tenían que rendirle homenaje y veneración, obligándose a acatar por este día las atrevidas órdenes del pintoresco personaje.

Tres

          Otras formas de esperpento al natural acosarán a los ilustrados eclesiásticos del siglo de las luces: los diablillos, que tuvieron especial incidencia en las fiestas barrocas alcalaínas y cuyos desmanes se hicieron intolerantes a los gustos racionalistas de los neoclásicos hasta el punto de perseguirlos y terminar con sus travesuras. Los diablillos eran un complemento indispensable en las fiestas de primera clase. Con ropas estrafalarias y máscaras infernales destacaban por su especial sentido de la inmoralidad. Gustaban de disfrazarse principalmente los caballeros mozos y eclesiásticos de la misma edad y andaban entre la gente con sus cuerpos en continuo movimiento, saltando, brincando y dando carreras y atropellando a los concurrentes a las procesiones.

          Se metían en las casas y comprometían a sus dueños, especialmente a las mujeres, a las que hacían insinuaciones deshonestas con gestos tan ordinarios como el de meterse el rabo entre las piernas y señalarlas con la punta, llegando incluso hasta el intento de forzarlas, cuando no las avergonzaban con cantaletas indecentes como aquella de:

Ya se que estás en la cama
bien sé que durmiendo no,
bien sé que tienes la mano
donde el pensamiento yo.

          El incordiar al género femenino ha sido una costumbre típica del carnaval que se ha mantenido hasta la actualidad en muchos pueblos. Uno de ellos es Albanchez, donde la fiesta pagana se convierte en días aciagos para las mozas por la costumbre que los mozos tienen de «echarles los bordos», impertinente protuberancia que se pega como la lapa y con dificultad se desprende. Los bordos son el fruto de la Anea, planta propia de zonas pantanosas que se utiliza para el enredo de las sillas y otras piezas de artesanía. Los bordos se cogen en la época estival y se guardan en las cámaras de las casas, metidos entre pajas. Allí permanecen secándose hasta el domingo de carnaval.

          Al mismo tiempo que las fanfarrias, máscaras y comparsas desfilan por el pueblo, los mozos pasean con su manojo de bordos debajo del brazo, que pelándolos los tiran a la cabeza y vestido de las mozas que quedan revestidas como corderitos con la pelusa blanquecina. Se dice que cuanto más se quiere a una moza más bordos hay que tirarle, razón por la que los albanchurros, como perros de presa, rondan las esquinas acechando a sus pretendientes para demostrarles su amor apasionado a golpe de bordo. Mientras las calles del pueblo quedan alfombradas de la molesta pelusilla, que se muestra inquieta en los rincones a merced de un leve soplo de viento durante los días que median con el domingo de piñata.

          La venganza inexorable contra el machismo se producirá en el baile de carnaval, donde las agudas letrillas vienen a amortiguar el peso abusivo de aquella tarde:

Ese que ha entrado al baile
no da la vuelta,
pa que no se le caiga
la cornamenta.

Cuando vayas al baile
mira, cornudo,
echa la mano a la frente
a ver si es tuyo.

          La que es sin duda la más curiosa autoridad burlesca de la provincia también tiene una marcada inclinación hacia la fustigación de las mujeres. Se trata del pelotero de Arquillos, un esperpento consistente en un hombre vestido de demonio que durante los días que dura la fiesta corre y danza por el pueblo y juega con la turba de chiquillos que lleva tras de sí comprometiéndole. Utiliza una especie de látigo, un palo al que lleva atado un ramal terminado en una suela de alpargata con el que golpea en la espalda a todo aquel que se le pone a tiro. El instrumento, de indudables significaciones fálicas, es apetecido especialmente por las mujeres, que a golpe de alpargata animan las posaderas al ritmo de la canción:

Y le daba, le daba, le daba
unos palos que la consolaba,
y le daba, le daba, le dio
unos palos que la consoló.

          El amigo Vicente, que desde que no hay promesas ejerce de pelotero como de plantilla, tiene en la vida real limitadas sus facultades mentales. Ello no impide que en estos días se convierta en el personaje más importante del pueblo, teniendo prerrogativas especiales, como la de comer y beber libremente en los lugares públicos y privados durante los días de la fiesta y a costa del vecindario.

          Los otros grandes protagonistas de los carnavales españoles son los animales, que cumplen funciones tan importantes que a veces se convierten en los personajes centrales del mismo. Sobre todo destaca su carácter ambiguo, su animalidad se manifiesta en comportamientos no del todo claros, de ahí que se elija preferentemente la máscara para encarnarlos. El ejemplo más claro es el toro de cañas de Arjona, que hasta hace poco tiempo acompañaba a los gañanes del término en una mascarada que organizaban en el invierno. Se trataba de un mulero que se vestía con una especie de manto hecho de cañas, con los correspondientes cuernos y un cencerro al cuello que iba danzando por el pueblo imitando la bravura del animal.

          Pero si hay un animal por excelencia que representa simbólicamente al carnaval es el gallo, cuya interpretación se reduce a la mortificación del apetito carnal, por cuando de lujuria se atribuye a este animal. En muchos lugares, el sacrificio de gallos, sea en forma de carreras o mediante ejercicios de puntería, se hace coincidir con la terminación del carnaval en clara alusión a la terminación de los placeres carnales, no en balde el gallo es uno de los animales mas lascivos y carnales que existen.

          No siempre se ha entendido este carácter ritual del sacrificio de gallos y su prohibición ha terminado con esta costumbre en muchos pueblos. No así en Alcalá, que cada carnaval organiza concursos clandestinos de tiro de gallos en algunas aldeas de sus ruedos, de cuyo nombre no quiero acordarme. El juego consiste en atar una pata del gallo a una estaca e implantarla en un descampado para desde una distancia determinada dispararle tiros de escopeta de postas previa apuesta de los participantes. El gallo cuenta con un margen de medio metro de ramal para esquivar el tiro, pero nunca lo hace, simplemente permanece quieto, sentado, contemplando impasible como van cayendo uno a uno sus compañeros de alrededor. En el fondo conoce su destino, sabe que cuando su sangre caiga sobre la madre tierra dará cumplido fin a un rito ancestral del que sin embargo no son conscientes los inexpertos tiradores.

          Con la muerte del gallo culmina también ese viejo ballet entre don carnal y la cuaresma que acaba en la muerte del carnaval. Don Carnal, personificado en un ser glotón, buen mozo, mujeriego, sensual y crapuloso, capaz de todos los excesos y tropelías, es sustituido por una mujer larga y escuálida que simboliza la cuaresma. Tan larga parece una cuaresma, se suele decir.

          En algunos sitios la cuaresma es representada el mismo miércoles de ceniza como una gran vieja de cartón o papel con siete piernas flacas que simbolizan sus siete semanas de vida, piernas que se irán amputando conforme pase el tiempo. Al final, la cuaresma será ajusticiada tan sañudamente como el mismo carnaval. ¡Aserrar la vieja, la pícara pelleja! gritarán los niños andaluces en una jornada celebrada con algazara, matracas y quiebra de ollas, cántaros y pucheros, para terminar aserrando o quemando la efigie de la cuaresma dolorida.

          La más exquisita parodia de la batalla entre el carnaval y la cuaresma la debemos a nuestro Arcipreste de Hita, que en su Libro de Buen Amor muestra como don Carnal, después de derrotada su tropa, va a dar con sus huesos en prisión, que es la cuaresma. Cumplida la cuarentena, don Carnal escapará para adentrarse triunfante por la ciudad acompañado de don Amor (gula y lujuria unidas), siendo recibidos triunfalmente, ahí es nada, por clérigos, legos, frailes, monjas, dueñas y juglares.

 Cuatro

          En estos tiempos en que judíos, moros y cristianos se empeñan en demostrar nuevamente a la humanidad que son capaces de fustigarse sin orden ni concierto, en un macabro carnaval que está abocado a terminar con unos y otros, la verdad es que a uno le entran ganas de decapitar el gallo y reivindicar la idea de la cuaresma. Que venga doña cuaresma y organice el mundo con el sentido artesanal que propone el viejo pasquín que corona cierto taller alcalaíno:

¡Orden, orden!
Un sitio para cada cosa
y cada cosa en su sitio.

          Lo cierto es que no deja de ser tranquilizador vivir la guerra del golfo desde la perspectiva alcalaína. Antes de finalizar me permito proponer al señor alcalde, como digno sucesor de los mas ilustrados xerifes de los Banu Said que, acogiéndose a las licencias carnavalescas, intervenga en nombre de su pueblo para que se paralicen de una vez por todas esas inútiles negociaciones de paz y proponga un cambio en el sentido de la guerra.

          Una guerra que usando de la memoria histórica que caracteriza a este pueblo emplee como única estrategia el lenguaje alegórico con el que los moros y cristianos alcalaínos solucionaron sus diferencias en la incruenta batalla del día de Santo Domingo de Silos.

          Que la lúgubre danza de los misiles sea trocada en ruidos de tambores y atabales, el siniestro espectáculo de los bombardeos en desenfrenada orquesta de petardos y cohetes rateros, y que los barriles de oro negro que tan perniciosamente se desperdician entre las fatigadas aguas del golfo sean sustituidos para bien común de unos y otros por docenas y docenas de barriles de este famoso vino del terreno de las no menos famosas bodegas del Chirro o el Miracielos.

Cinco

          Cuando la hora del desenfreno anda picándole a uno en los mas perversos órganos y sentidos, no me queda ya nada mas que usurpar al señor alcalde su autoridad por unos minutos para ejercer el poder que me concede el fugaz estatus de pregonero. Así pues:

OS ORDENO A TODOS LOS CIUDADANOS DE ESTE PUEBLO, HOMBRES Y MUJERES DE CUALQUIER EDAD, QUE POR LOS DÍAS QUE DURE EL CARNAVAL DIVIRTAIS VUESTRAS VOLUNTADES SEGUN VUESTRA NATURAL INCLINACION. QUE ROMPAIS EL ORDEN SOCIAL, QUE VIOLENTEIS EL CUERPO, QUE ABANDONEIS VUESTRA PROPIA PERSONALIDAD EQUILIBRADA Y OS UNAIS EN EL SUBCONSCIENTE COLECTIVO, Y SI NO ME CREEIS A MI HACED MERITO DE LA RECOMENDACION DE NUESTRO MAESTRO JUAN DE LA ENCINA:

COMAMOS Y BEBAMOS TANTO
HASTA QUE NOS REVENTEMOS,
QUE MAÑANA AYUNAREMOS.   


¡Viva el Carnaval!

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Cómo citar este documento

Amezcua, Manuel. Alcalá, cuando llega don Carnal [Pregón del Carnaval de Alcalá la Real, Jaén, 1991]. Casa de Mágina, 17.08.2023. Disponible en http://www.fundacionindex.com/casamagina/?page_id=856.

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