Conferencia pronunciada en el Arco de San Lorenzo (Jaén), pronunciado el 12 de febrero de 1992 por el Dr. Manuel Amezcua, presentado por Miguel Ruiz Calvente
Antes de comenzar lo que promete ser una arenga «a lo marginal» me gustaría hacer algunas precisiones sobre los términos en que se esboza esta conferencia, y sobre el papel de su autor.
La primera se refiere a la delimitación espacial. Hablaré esta noche del «Jaén barroco» y no me referiré a la otra cara de esa experiencia estética que en estos días se nos muestra en las galerías de la Catedral, no me referiré tampoco a los momentos decadentes que siguieron a un Jaén explendoroso que descoya en la historia con un exuberante Vandelvira como adalid. El «Jaén barroco», fruto de mi exclusiva invención, se aparta de las corrientes intelectuales para prenderse de los hechos cotidianos, allí donde lo popular, versus ‘élite’, se vuelve retorcido y confuso. Un espacio extemporáneo donde se mueven como en una antigua danza las fuerzas encontradas de la sociedad: lo culto y lo vulgar, lo ortodoxo y lo heterodoxo, lo científico y lo supersticioso, lo ético y lo antiestético.
En este mi Jaén barroco concurre una extraña galería de raros personajes que escapan como de un cuento maravilloso para impregnar de enredos los vernáculos mamotretos: ánimas revoltosas, demonios danzarines, ciegos embaucadores, escribanos incendiarios, inquietos clerizones y toda una pléyade de irreverentes y desalmados que pertenecen a una dimensión desconocida, o tal vez intocable, para la historiografía jiennense.
No tengo más testigos que las viejas grajas de la Catedral que fueron presentes en aquellos helaeros inviernos que ocupé la celdilla del beato Diego José de Cádiz a ver expurgar los legajos reservados del cabildo, porque solo ellas vieron metamorfosearse el aterido cuadrilátero que alberga la maroma de la torre del esquilón en un espacio animado donde acudían como a la memoria los personajes de una ciudad inquietante, de nuestro Jaén barroco.
Como no podía ser menos, aquellos apasionantes escarceos por el borde de lo conocido condicionaron mi trayectoria investigadora hasta proporcionarme una cierta fama como amante de las cosas raras, que se ha reforzado con artículos y otras conferencias con títulos tan pintorescos como el de hoy. Por ello aprovecho la oportunidad que me ofrece este ilustre foro para aclarar que, lejos de aspiraciones esotéricas, es la búsqueda de las causas materiales que se ocultan tras la aparente irracionalidad de ciertos comportamientos culturales lo que me ha movido a interesarme por una parcela de la historia jiennense poco atendida o no siempre tratada con el rigor que merece.
Dicho esto, he de decir también que tal aventura me ha proporcionado, además de algunos quebraderos de cabeza, el enamoramiento impertinente de una mujer repleta de claroscuros. O lo que es lo mismo, ha propiciado mi encuentro con una clase de mujeres de azarosa vida e incierto origen que han animado el ambiente adormecido de una ciudad que, como tantas otras, sucumbió a la oleada masificadora de la sociedad avanzada.
En esta tarde propiciatoria del mes de las ánimas, me complace invitarles a visionar cuatro diapositivas de esas inquietas mujeres de nuestro Jaén barroco, que prevengo pueden herir la sensibilidad de quienes posean una visión simplificada del papel de la mujer en la historia. En esta ocasión lo haremos sin más interpretaciones que las suscitadas en sus conciencias por los aconteceres históricos que aquí se relaten. Estas cuatro imágenes provocadoras son una muestra demasiado restringida de la variedad de matices de unos posicionamientos feministas embrionarios que denotan el rechazo de unas mujeres, pertenecientes a grupos y clases muy diferentes, a asumir el papel pasivo y secundario que la sociedad les había reservado. Pero en todo caso son testimonios que nos han de llevar obligatoriamente a cuestionar la objetividad de esa historia que nos han enseñado cargada de héroes y acontecimientos donde el hombre es casi siempre el único actor y protagonista.
Una, la tapada
En el año 1696 el obispo Brizuela y Salamanca escribía una carta al prior de Cabra del Santo Cristo comunicándole un decreto por el que imponía algunas penas a las mujeres que anduvieran con la cara tapada. Al parecer era esta una costumbre femenina que mortificaba mucho al prior ya que permitía a algunas mujeres cometer excesos en las ceremonias públicas, tanto en las casas particulares como en la iglesia.
Esta imagen de la mujer tapada de medio ojo en un pueblo de Mágina enseguida nos hace pensar en la pervivencia de una moda de tradición morisca, pero lo cierto es que fue costumbre prohibida en España desde el concilio toledano (1324) por reyes y prelados hasta la ilustración, y Jaén no fue una excepción. Por ejemplo, en Alcalá la Real se reglamentaron las procesiones de la Semana Santa para desterrar los abusos de caras tapadas y otras indecencias, mientras que en Andújar, donde las tapadas aparecen como una forma de marginalidad, su corregidor se quejaba del exceso de mujeres que de tal guisa andaban pidiendo limosna y les prohíbe el trasiego por la ciudad.
Pero fue en la capital donde las tapadas se conviertieron en el martillo de la clase reverente. Conozcamos algunas de sus costumbres y fechorías. Se echaban a las calles y plazas en el día del Corpus y la tarde de su víspera, así como en los pasos de San Blas y San Sebastián, extramuros de la ciudad, en los días de la feria y en las fiestas mensuales que se celebraban en algunos conventos al tiempo de sus procesiones, cuando no dentro de la misma catedral.
Vestidas con prendas estrafalarias que ocultaban su identidad, su campo de acción eran las calles y plazas concurridas, donde se paseaban con desenvueltas demostraciones, comprometiendo a los hombres con palabras y acciones provocativas, a las que estos respondían del mismo tenor que ellas o mucho peor, con lo cual se armaban frecuentes alborotos. Tenían debilidad por las celebraciones más sonadas, como bodas o bautizos de personas distinguidas, y andaban a la busca de las más solemnes funciones públicas, especialmente religiosas, gustando de comprometer a los sacerdotes y demás ministros, incluso a los canónigos, con palabras ofensivas a su estado y dignidad, provocando la falta de atención de muchos de ellos, que se inquietaban estrepitosamente rompiendo el silencio y decoro propio de la catedral.
Oigamos lo que nos dice el presbítero don Juan Francisco de Lara del encuentro que tuvo con una tapada:
Estando en una ocasión el que depone con las Vestiduras Sagradas de Diácono en la Nave de Ntra. Sra. de la Capilla, se llegó a él una mujer tapada al parecer con una criada y le dixo muchas palabras provocativas, e indecentes, tanto que sin atender a el sitio donde estaba, a las Sagradas vestiduras conque se hallaba, ni al pecado tan grave que cometía, se le brindó con su persona y manifestó la casa donde vivía, y no queriendo hacer caso el testigo, aviendo salido a la calle, después de concluida dicha función, le fue siguiendo, diciendo varias proposiciones hasta lo alto de la calle Espartería, donde se paró, y le pidió que por amor de Dios lo dexasse y no le siguiese, que no quería inquietarse, ni ofender a la Divina Magestad, con lo que se retiró.
Más sonado fue el lance del venerable corregidor José de Ayala y Roxas, que por querer impedir esta costumbre solo consiguió que las tapadas le tratasen con el mayor vilipendio, ocurriéndole el caso que estando una mañana en la iglesia de San Francisco le derribaron al suelo, le quitaron la peluca y el sombrero y le trataron de vegete, con otras consideraciones ofensivas sobre su persona y empleo.
Mal podían los ilustrados jiennenses tolerar aquel mundo popular de gustos y sentimientos exagerados y pervertidos, herencia de nuestro Jaén barroco, por lo que en 1751 el gobernador de la diócesis prohibía el esperpento al natural de las tapadas so pena de excomunión mayor y su reclusión, sin distinción de personas, en la Casa de la Galera o Recogimiento de la Santa Vera Cruz por tiempo indefinido. Desde entonces pocas mujeres se atrevieron a ocultar su rostro tras el embozo, al menos en público y en tales regocijos.
Dos, la beata
Un notario del Santo Oficio de mediados del XVI, gran conocedor de los secretos de Baeza, en una personal sentencia apuntaba el triple blanco a donde el tribunal debía de dirigir sus pesquisas: Baeza es la matriz de los alumbrados, los cría en la universidad, y además hay una plaga de beatas. Un nuevo interrogante asalta nuestra curiosidad: ¿qué clase de mujeres eran estas beatas que tanto interesaban a la inquisición y además aparecen vinculadas al estudio de Baeza y a un foco de heterodoxia intelectual como era el alumbradismo?
Hasta ahora pensábamos en la beata como la imagen asociada a la mujer virtuosa y célibe, que vive con recogimiento, ocupando su tiempo en la oración y ejercitando obras piadosas. oO al menos así lo era en su sentido recto, porque también sabemos el sentido peyorativo que alegóricamente se le concede cuando se habla de un tipo de mujeres fingidas que se ejercitan en tratos indecentes y perversos. Quizá estemos hablando dos beatas diferentes.
La beata no era una monja, pero profesaba unos votos privados y se colocaba bajo la protección de un director espiritual. Normalmente se nos presenta como una figura aislada, pero en ocasiones aparece retirada en casas particulares o beaterios donde hacía vida de comunidad con otras mujeres de su clase.
Esa plaga que inundaba Baeza y que Sebastián Camacho en su informe al tribunal de Córdoba cifraba en dos mil, eran de las llamadas beatas caseras, a diferencia de las emparedadas, que después mencionaremos. A la Inquisición le preocupaba el hecho de que tras los supuestos fenómenos pseudomísticos de las beatas estuvieran los alumbrados, una especie de secta espiritual cultivada por los discípulos del maestro Ávila. El vínculo entre unas y otros parece claro, primero porque ellos ejercían como sus padres espirituales y segundo porque se descubre, tal como apunta el padre Huerga, en las frecuentes disquisiciones místicas de unas mujeres que en muchos casos, sin saber leer, aluden a las doctrinas tomistas y conocen las revelaciones de Santa Teresa, permitiéndose establecer comparaciones con las de santa Catalina de Siena, ilusiones imposibles si no mediasen los clérigos doctos.
A la existencia de alucinaciones se une la relajación de costumbres entre priores y beatas, murmurándose la existencia de ciertos confesores mozos que andan de unas iglesias a otras para oír en confesión a las beatas, viéndoseles en posturas poco decentes, con las cabezas demasiado pegadas, sobre todo con las que son beatas mozas y no feas. Se conoce el testimonio de una beata disidente, una tal Catalina de Arévalo, que habiendo dejado a su prior se le presentaron otros clérigos de la cuadrilla apretándole para que volviera «por el amor de dios que estaua el doctor Ojeda para perder el juizio y no podía dormir de noche por ver que siendo ella el secreto de su coraçon se vbiese ydo a confesar con otro«. El negocio de las beatas y los priores se convertirá en el rompecabezas de los inquisidores, que pondrá en jaque durante varios años a sucesivas generaciones de autoridades eclesiásticas, no escapando a las sospechas ni el propio obispo Sarmiento.
Pero no solo en Baeza había beatas. Ximénez Patón sitúa en nuestra ciudad nada menos que cuatro mil beatas caseras y dice que «perpetuamente se exercitan en oración, obras de deuoción, y caridad con que se remedian muchas necesidades spirituales, y temporales«. Esta versión parece demasiado benigna si la comparamos con ciertos hechos que tuvieron lugar por ese tiempo en Jaén y que vamos a relatar porque así conviene a nuestro negocio.
Se había señalado una beata llamada Mari Romera, de 36 años, como la mujer más santa de las Andalucías, como consecuencia de los arrobos y revelaciones que experimentaba. Era hija espiritual del prior de San Bartolomé, por nombre Gaspar de Lucas, que había adquirido también tanta fama de santidad que no solo el pueblo, sino también el propio obispo don Francisco de Sarmiento le tenía por bienaventurado, siendo fama que era de los alumbrados de Extremadura.
El Lucas confesaba a muchas beatas en Jaén, pero entre todas ellas prefería a la Romera como la más aventajada. Su oración era estática y se estaba en ella cuatro o cinco días sin comer ni beber, ni acudir a las demás necesidades naturales, llegando incluso a elevarse por los aires. Por orden del Obispo y de la Inquisición le hicieron varias pruebas para saber si era cierto su arrobamiento, como hincarle alfileres de a blanca o darle humo por las narices, mostrándose a todo insensible. Las sospechas cundieron por los pequeños detalles. Cuando Gaspar de Lucas la visitaba para darle la comunión, la Romera volvía en sí de su éxtasis, además el prior acudía siempre de noche y sin acompañamiento, echando a la gente a la calle para encerrarse a solas con su beata. Las envidias de las otras beatas de la ciudad, que veían que solo Mari Romera recogía los aplausos de su estupenda virtud hicieron el resto, siendo finalmente denunciados ambos, beata y prior, y testificados por más de ochenta personas.
Sometidos a tormento, la beata confesó la falsedad de sus visiones y endemoniamientos, así como que el prior Lucas le había puesto muchas veces las manos en el corazón y pechos a raíz de las carnes, estando a solas so pretexto de confesión y que algunas veces había llegado a tener poluciones.
En torno al prior de San Bartolomé, de generación de conversos, nieto y biznieto de reconciliados por la ley de Moisés, que contaba 46 años al tiempo del proceso, se descubrió una verdadera trama de bajas pasiones en las que se mezclan las histerias colectivas con un erotismo encubierto. Tanto él como la Romera salieron en auto en enero de 1590, durando tres horas la lectura de su escandaloso proceso, siendo condenados el prior a destierro y reclusión en un convento de la Merced y la beata a servir por toda su vida en el hospital de San Juan de Dios de Granada.
Bastante menos espectacular era la vida de las beatas emparedadas, acogidas a casas particulares o agregadas a parroquias donde, sin regirse por una regla concreta, se comprometían a hacer vida en comunidad, siendo gobernadas por algún patrono y con arreglo a los estatutos aprobados por los fundadores. Como es lógico la vida en comunidad no daba pie a que destacasen individualidades. Una beata de Baeza con fama de muy santa y enriquecida de milagros y revelaciones fue recluida con hábito de lega en el monasterio de Beas. La priora del convento, bastante harta de los carismas de la novicia le espetó un día teresianamente: «Hermana, aquí no hemos menester sus arrobamientos, sino que friegue bien los platos«.
Muchas de estas fundaciones eran realizadas como obras pías por personas que se hacían sensibles a la problemática de la soledad e indefensión de la mujer al llegar a la vejez. A pesar de todo, para muchas conciencias populares, esta pobre religiosa con reputación tan ambigua era el último estado al que conducía una vida pretérita de libertinaje: puta primaveral, alcahueta otoñal y beata invernal, reza todavía alguna conseja.
Tres, la ramera
Y esto nos pone en condiciones de abordar la tercera diapositiva. Pasamos de unas personalidades ambiguas a entrar en el paradigma de la marginalidad femenina aceptada por la sociedad. Y es que el oficio más viejo del mundo ha generado posicionamientos encontrados según el terreno ideológico que se pise. El concejo, institución que recibe por vía directa las demandas de la comunidad, ha consentido e incluso potenciado con ciertos condicionamientos el ejercicio de la prostitución.
El de Alcalá la Real de 1568 invertía doscientos mil maravedís de los propios de la ciudad en construir una nueva mancebía que se alejara de una casa de doctrina que pensaba construir la iglesia. Y unos años más tarde el de Andújar gestionaba el cambio de ubicación de la casa pública de mujeres, situada en el centro de la ciudad, para obviar los inconvenientes propios en el paso de las procesiones y el trasiego de personal de los dos hospitales colindantes.
El estamento eclesiástico, por su parte, ha mantenido una actitud mucho más represiva, potenciando unos establecimientos que bien podían entrar a configurar el paisaje de nuestro Jaén barroco, como eran los recogimientos de mujeres descarriadas. En la capital, la más antigua fundación de este tipo fue el convento de Santa Úrsula, de mediados del XVI, realizada por el Obispo Tavera, que la puso bajo la regla de San Agustín. Al propio tiempo instituyó una cofradía con el mismo título para procurar la atracción de mujeres arrepentidas y recogerlas en el colegio o casa de probación que se edificó junto al convento por obra de un bienhechor. El celo de esta cofradía no duró más allá de medio siglo y desapareció por carecer de limosnas para su manutención.
En el año 1613, el Obispo Dávila compró de la cofradía de la Santa Vera Cruz unas casas y Hospital que se decía de Santa Ana, en la parroquia de Santa María, y las restableció para el destino de recogimiento de mujeres erradas. Por este tiempo se instituyó una celebración muy curiosa que tenía lugar por el tiempo de cuaresma, y que estaba dedicada a las mujeres públicas. Era el llamado «sermón de convertidas», que se celebraba en la iglesia de San Ildefonso el 14 de marzo, conmemorando el día de la Conversión de la Magdalena, y que formaba parte de una serie de actos, como el sermón y paso de pasión del día siguiente en la Coronada, una culminación de la cuaresma, o una Semana Santa paralela, con un claro sentido doctrinal, en la que se imploraba el arrepentimiento de las pecadoras públicas y su cambio de vida.
Lo interesante de esta celebración es que era una fiesta exclusiva de mujeres, donde por unos días al año convivían en un espacio común dos estatus antagónicos, al menos en teoría, como la prostituta y la mujer de buena fama, mientras que el papel del hombre quedaba débilmente representado en la arenga que se despachaba desde el púlpito. Como es lógico la ceremonia no podía estar exenta de tensiones. En la tarde del sermón de la Coronada de 1612 todo parecía transcurrir con tranquilidad hasta que se vio entrar en la iglesia a cuatro mujeres de la mancebía. Las tres pasaron adelante y la más vieja, una morena prieta de ojos negros encovados con un parche en el labio, se colocó detrás de ellas y comenzó a alentarles a que tuviesen ánimo y no se convirtieran, que al terminar la ceremonia había de invitarlas a cenar a su casa.
Alguien había avisado de la presencia de estas mujeres al predicador, un fraile calzado del propio convento, pues comenzó el sermón diciendo que su ánimo e intención había sido el de predicar los bienes de la cuaresma por ver si podía sacar algunas ánimas de pecado, pero que allí estaban algunas mujeres «de la casa» con las que no hablaba porque estaban muy endurecidas en su pecado, y que tenía muchas cosas que decirles y que el cielo se las había quitado, ya que entendía que no les había de ser de ningún provecho porque estaban condenadas a los infiernos.
Nada más escuchar estas palabras, la más vieja, en quien algunos conocieron a Mariana la Castellana, se apresuró a decir a sus compañeras que todo era mentira, pero de una forma que fue oída por las mujeres que le rodeaban. Aquí comenzó el desmadre total: una devota la reprendió diciéndole que el lugar donde el predicador estaba no era para decir mentiras, contestándole ella «¡voto a Dios que cojo un chapín y te arranco la cara!», y a otra «vive Cristo que a un año que no me e quitado las uñas e con ellas le quitaré toda esa cara». Otras mujeres se volvieron para regañarle y ella, si eran viejas les decía que eran alcahuetas de sus hijas, y si eran mozas que más putas eran ellas, votando a Cristo a cada palabra que decía, menos una vez que lo hizo al sol que las alumbraba, produciendo el consiguiente escándalo y murmuración.
En el momento en que le quitaron el velo al Cristo con la cruz a cuestas del altar mayor y viendo que una de las compañeras se levantaba para hincarse de rodillas, le tiró la Mariana del manto y le volvió a decir que tuviese ánimo, que no desmayase y que se sentase. Nuevo alboroto, otra mujer le dijo que por qué no se convertía ella y salía de aquel pecado, la morena le insultó tratándola de «bachillera», diciéndole que si no se callaba le había de dar de puñaladas con una daga que llevaba, como así lo haría al frailecico, al que amenazaba con cruzarle la cara. El día siguiente el provisor eclesiástico decretaba la prisión de la Castellana, estando encarcelada durante una semana hasta de su procurador logró demostrar que no era ella la autora de tales desatinos, sino otra llamada Bernarda, que lógicamente aprovechó el gazapo episcopal para poner tierra de por medio con la justicia jiennense.
Algunos años más tarde el cardenal Moscoso y Sandoval concedía indulgencias a quienes hicieran limosna a cualquiera de los recogimientos de la diócesis: el de Jaén, Baeza o Úbeda. Pero no pudieron evitar la decadencia de unos establecimientos donde las recogidas, con las únicas galas del hábito honesto de San Francisco, abandonaban su destino al cuidado espiritual de las superioras de la orden. El Deán Mazas describe la de Jaén a finales del XVIII como una de las casas más pobres de la ciudad, recogiéndose en ella tan solo las pobres infelices que mandaban encerrar las justicias seculares.
Cuatro, la hechicera
Pasamos ya la última diapositiva, que presenta otro paisaje de la ciudad donde la mujer contradictoria ha desempeñado funciones que tienen que ver con necesidades sociales insatisfechas. En esta ocasión, las connotaciones negativas de superstición e ineficacia, propagadas por el poder establecido, ofrecen la imagen de un cubículo ponzoñoso donde un tipo de mujer de personalidad convulsa, como es la bruja, logra escapar de los desdibujados límites de la fábula para liderar el secretismo de nuestra ciudad inquietante. Nos adentramos plenamente en el mayor foco de heterodoxia femenina de nuestro Jaén barroco.
Personalmente me sitúo en el culmen de mi pasión por la mujer embaucadora, tal vez porque a medida que me he acercado a su forma de ver el mundo me siento identificado en algunos aspectos con ella, o al menos me recuerdan una etapa de mi vida, los años de ejercicio de la enfermería rural en un pequeño pueblo jiennense, donde hube de echar mano en más de una ocasión a sus técnicas y aliadas para salir medianamente venturoso de los problemas de una clase de gente muy determinada.
Sortílegas, maléficas y adivinas, encantadoras y hechiceras y ligadoras o dadoras de bien querencias las llamaban los obispos e inquisidores mientras iniciaban una incesante persecución que dio con muchas de ellas en la hoguera. Mujeres sabias las llamaban la gente del pueblo, que las buscaba como a bienaventuradas y compartía y encubría su trayectoria peligrosa. Como en el caso de la beata, existían distintas motivaciones para que una mujer se decidiera a consagrarse al peligroso arte de la brujería, y por lo tanto, existían diferentes niveles de profesionalización.
Primeramente estaban las que desempeñaban saberes empíricos que estaban a caballo entre la superstición y el arte de la curandería. Eran las santiguadoras y ensalmadoras, que frecuentemente ejercían también de parteras, especieras o drogueras, y cuyo ámbito de influencia no sobrepasaba el barrio o la pequeña comunidad. Habitualmente hacían cruces a la vez que rezaban algunas oraciones o algún texto del evangelio, y se acompañaban con gestos y ceremonias para curar a los enfermos. Quizá el ejemplo más característico que podamos poner sea el de la vieja Catalina de Utrera, que vivía en el callejón de la Puerta Noguera, denunciada por un joven pintor, quien, estimulado por la lectura del edicto de pecados públicos que tuvo lugar en la catedral en la cuaresma de 1621, la acusó de no cumplir con los días de precepto, de salir del barrio por las noches y de santiguar para curar de males. Incluso dijo al tribunal las palabras que la santiguadora decía cuando curaba:
San Pedro y San Juan por un camino van y dixo el Señor ‘comamos’ y respondieron ‘no podemos porque tenemos unas landres en nuestras gargantas que no nos dexan comer ni tragar’ y respondió el Señor ‘hijos mios comed que como yo aparto la luz de las tinieblas y el agua de la mar sea sano de todo mal de ojo y de enojo, de cuajo y descuajo’.
La vieja no se presentó ante el provisor y fue declarada en rebeldía y excomulgada, sentencia que quedó sin efecto pocos días más tarde en atención a su vejez y mucha pobreza.
Hasta aquí existía una cierta permisividad por los tribunales, que se rompía cuando entraba en escena la figura del diablo. Y es que el diablo anda por todas partes, como es sabido, pero parece que las mujeres tienen un especial instinto o poder para entenderse con él, sobre todo para tratar intrigas amorosas y satisfacer otras pasiones. El diablo se presenta en muchas ocasiones como el brazo ejecutor de los deseos de la hechicera, y a cambio esta se obliga a rendirle culto hasta llegar a la entrega absoluta.
Reseñemos el caso de una de las hechiceras más famosas de la provincia, una tal Ana de Jodar, vecina de Villanueva del Arzobispo, que gustaba jactarse del poder de sus malas artes. Como en una ocasión en que le tomó a una mujer el huso con el que estaba hilando y pendiéndolo de la hebra lo conjuró invocando los nombres de diablos como Barrabás, Satanás y Belcebú, nombrando a Doña María de Padilla (la amante de Pedro I el Cruel) y toda su compañía, y con Marta la que los montes salta / y los infiernos quebranta le mandó al huso que anduviese y anduvo, y que se parase y se paró. En su casa contaba con un variopinto arsenal de materiales a propósito para realizar sus conjuros y hechizos y para atar la voluntad de las personas que quería o se le encomendaban. Veamos el contenido del morral de la bruja según aparece en su proceso:
«Tenía vna estampa de sancta Marta en su casa, y otra de N. Señora de Belén, algunas piedras Agatas, muchas diferencias de cabellos de hombres y mugeres; algunos pedaços de piedra Azufre, y Plomo, y Masa dura, vna figura de hombre de cera, y por el cuerpo atrauesada vna aguja, en el Colchón de la Cama, vna estampa de S. Sacramento con las palabras del dulce nombre de IESVS, y en vn rincón dentro de vn Zapato tenía otra estampa de papel del decendimiento de la Cruz» (1627).
En otra ocasión enseñó ciertas cosas a una mujer por si deseaba matar a su marido y que se fuese secando poco a poco, y a otra que esta enferma le dijo que era de pena por habérsele retirado su galán y subiéndose a una cocina alta intentó atraerle a base de conjuros, pero todo lo más que ocurrió fue un tremendo golpe que dijo lo habían producido los doce demonios que la acompañaban por no poder con su enamorado, que de no ser sacerdote ya le hubieran traído de cualquier parte del mundo en que hubiera estado.
Hace varios años me propuse desentrañar algunos aspectos de la vida de las brujas de Jaén y para ello hice un breve escarceo estadístico sobre una muestra de una treintena de casos que hasta entonces conocía. En ellos hay un claro predominio de la mujer, más del ochenta por ciento, con edades que oscilan entre los treinta y los cien años, predominando el grupo de las primeras. Están representadas por igual las casadas y las solteras, destacando el mayor número de viudas y curiosamente aparecen dos beatas, una de ellas emparedada. Más de dos tercios fueron procesadas por el Santo Oficio en autos de fe celebrados en Córdoba, mientras que el resto lo fueron por el tribunal eclesiástico de la diócesis de Jaén. La acusación más frecuente fue la de hechicería con invocación de demonios, siguiéndole en magnitud las de santiguadoras, alcahuetas o mediadoras, encomendadoras de cosas perdidas, y menos las de curanderas, adivinas, ensalmadoras, visionarias, nigromantes o sortílegas. La sentencia más común fue la del destierro, que afectó a la mitad de las procesadas, siendo muy usada también la abjuración, los azotes y la coroza.
A la vista de estos datos la pregunta obligada es si entonces existió o no la brujería en Jaén, como en la mayor parte de los pueblos, y la respuesta también obligada es que sí existió, pero en un sentido en que los inquisidores y jueces eclesiásticos no quisieron o no pudieron comprender. Por supuesto que existieron rituales mágicos, cantos invocatorios, ceremonias catalépticas y orgías sexuales, y mucho tuvieron que ver en ello los afrodisíacos y alucinógenos, sobre todo en noches de significación especial, en relación con fases de la luna o la posición de los astros, como solsticios y equinoccios. Pero en todas estas manifestaciones mágicas no tenía ninguna participación la figura de Satán, que era lo que tanto inquietaba a los inquisidores y que parece claro que fue producto de su invención.
De esta forma termino mi intervención en esta noche con la esperanza de que estas cuatro diapositivas les hayan arrojado algo de luz sobre el papel desempeñado por la mujer inquietante en la historia de nuestro plateado Jaén. Personalmente he llegado al convencimiento de que este silencio histórico tiene que ver con el tradicional olvido de los historiadores hacia las cosas populares, y parece claro que esa mentalidad pragmática que caracteriza a la mujer ha condicionado su trayectoria sin apartarse de lo cotidiano. Lo cual no le ha impedido desarrollar un abigarrado e ingenioso mundo alternativo donde poder expresar plenamente desde sus capacidades intelectuales hasta sus apetencias eróticas.
Muchas gracias.
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Cómo citar este documento
Amezcua, Manuel. La mujer inquietante en el Jaén barroco [Conferencia en el Arco de San Lorenzo, Jaén, 12.02.1991]. Casa de Mágina, 18.08.2023. Disponible en http://www.fundacionindex.com/casamagina/?page_id=864.