Una enfermera en pandemia: la cara oculta del héroe. Un ave fénix.

“De ese miedo emergió la valentía, como un ave fénix”

Dolores María Fernández Expósito
Enfermera. Córdoba.

A día de hoy, tras 15 meses desde inicio de la pandemia, con la huella y, me atrevería a decir, con la herida que ha dejado en mí, pero desde una perspectiva más calmada, puedo hacer una reflexión de lo que he vivido, por un lado como profesional inmersa en una “guerra” y por otro, como familiar y cuidadora de contagiados.


Soy enfermera de las “trincheras callejeras”, trabajo en las Urgencias y Emergencias Extrahopitalarias. Era la primera vez en 30 años de profesión que me tocaba vivir una situación de pandemia, pero era así para todos, nadie tenía experiencia en ello, y eso de alguna manera me tranquilizaba, pero a la vez me hacía tambalear aún más porque no tenía a quién preguntar tantísimas dudas que me surgían. Llevábamos algunas semanas oyendo que algo pasaba en China, que estaban construyendo un hospital enorme a la carrera, “están locos estos chinos” decíamos, a la vez que empezábamos a temer, pero no creíamos que fuese a llegar a España, y mucho menos que a la vuelta de la equina nos iba a tocar vivir semejante experiencia. No sabíamos realmente a qué nos enfrentábamos, ni estábamos preparados para ello, no teníamos información, tampoco sabíamos dónde conseguirla, y lo que hoy era la forma de hacer las cosas, mañana era todo lo contrario. Lo que sí sabíamos era que necesitábamos protegernos para trabajar sin contagiarnos y no había recursos suficientes para ello.

Tuvimos que echar imaginación para confeccionar trajes de plástico siguiendo tutoriales de youtube hasta que por fin llegaron los tan deseados EPIs. Pero no teníamos el hábito adquirido para utilizarlos con la rapidez que requiere el escenario de las urgencias y emergencias extrahospitalarias. Tuvimos que entrenar, mientras uno lo hacía, otro examinaba y corregía fallos, sobre todo en la retirada: mono, doble guante de nitrilo, FFP2, gafas, calzas, gorro. También hubo que cambiar la forma de abordaje del paciente en su domicilio: pedir que solo hubiera un familiar en la habitación, todos con la mascarilla puesta antes de nuestra entrada, abrir ventanas, mantener distancias. Sin embargo, no siempre era posible cumplir todo esto, porque cada domicilio y cada familia tiene sus características particulares.


Cada vez que sonaba el teléfono para darnos un aviso, antes incluso de descolgar, nos mirábamos los tres integrantes de mi equipo, nuestras caras decían lo mismo en esa mirada, miedo, pánico, aún sin saber el motivo de la asistencia. Con el tiempo hemos reconocido todos que en esos momentos de los primeros días, cuando nos daban un aviso, en nuestro interior pensábamos: “¿qué podría alegar para no ir?”, pero no se podía alegar nada porque no había nadie más que nosotros. Sin embargo, era un sentimiento que se repetía siempre, pero que también desaparecía casi inmediatamente para emerger una valentía totalmente incomprensible y opuesta a ese sentimiento de miedo previo. Sobre todo en las enfermeras que, en muchas ocasiones nos ofrecíamos para asistir en una primera intervención solas, es decir, para evitar la exposición de los tres, proponíamos que el médico y el técnico no se pusieran el EPI y se quedaran fuera, pendientes, y tras esa primera valoración, si se trataba claramente de un ingreso hospitalario, seguir nosotras con el procedimiento en la parte de atrás de la UVI móvil con el paciente, y solo si era necesaria la intervención de alguno de los otros dos (técnico y/o médico), se colocaría un EPI y entraría directamente en la acción; si no, se quedarían en la parte delantera del vehículo y estaríamos en contacto con ellos a través del interfono en caso de tener que consultar algo. Este paso al frente de la enfermería, esta valentía, este empoderamiento, podría utilizarse como punto de partida para ampliar nuestras competencias, al igual que pasó en Canadá, donde las enfermeras reivindicaron que si podían ir solas y resolver problemas de salud en las zonas rurales donde no querían ir los médicos, de la misma manera podían hacerlo en las zonas urbanas, ahí donde no tenían ningún inconveniente en ir esos mismos médicos.


Se suspendieron todas las fiestas tradicionales de todos los pueblos. Pero a veces hacíamos una cuando descendían los “picos” de las famosas “olas”. Era toda una fiesta para nosotros y, aunque el procedimiento de trabajo era el mismo, pero se hacía con más tranquilidad mientras duraba el descenso. A veces teníamos la esperanza de que se estaba acabando. Pero no, de pronto volvía el “repunte de casos” y alguien decía: “Esto no se acaba nunca”, dichosa frasecita, ¡cómo calaba!


Uno de los días más felices de todos estos meses fue el que me dijeron que me ponían la vacuna. De vuelta a casa tras la primera dosis, iba sola conduciendo y admito que lloré, no sé si de emoción, de incredulidad, de agotamiento, era un sentimiento que nunca había experimentado. Ahora deseaba que llegara el momento y se la pusieran a mi familia, sobre todo a mi madre que, como muchas madres de enfermeras, ha sufrido por mí, y a la vez yo he sufrido por ella, por el miedo a contagiarla.

Cinco meses después de mi vacuna llegó la de los mayores, por fin mi madre se vacunó también. Pensé en ese momento: “Ahora está protegida, podremos visitarla, devolverle una poca de la alegría que ha perdido en este camino de soledad y angustia” ¡En qué momento pude pensar así! Sin embargo, tras 15 meses en casa como tantos de su generación y pese a estar vacunada, quizá por inercia, seguía con miedo a salir, miedo a relacionarse, decía que se sentía más segura en casa con su máquina de O2. El sedentarismo de todo este tiempo le han dejado una debilidad muscular importante, mayor torpeza, envejecimiento. En definitiva, un mayor grado de dependencia y temor. En este contexto llegó su cumpleaños, en todos estos meses no había tenido absolutamente ninguna reunión familiar, incluso la Navidad estuvo sola para protegerse. Pero ahora estaba vacunada, habían disminuido los casos de COVID, la veía muy deteriorada, física y emocionalmente, creía que necesita una pequeña celebración en su casa con las medidas oportunas, y con la tranquilidad de que tres de los cinco que íbamos a ir estábamos vacunados, y los otros dos tenía la constancia de su responsabilidad.

Así que se produjo la reunión, más bien la minireunión, que duró apenas 45 minutos, de los cuales solo escasos 15 estuvimos sin mascarilla, y siempre guardando una distancia medida de 1,5 m entre cada uno y las ventanas abiertas. Pues bien, algo no debió hacerse bien, el SARS-CoV-2 estaba esperando al más mínimo fallo, y entró en mi familia de la misma manera que lo había hecho en tantas otras, arrasó con todos menos conmigo, entró en los vacunados y en los no vacunados. Le dio igual, no respetó distancias, ni ventilación. Solo me respetó a mí, menos mal, alguien tenía que cuidarles. Gracias a las vacunas mi labor fue mínima en este caso.
Como enfermera he pasado mucho miedo, más al principio como he contado. Pero el mayor miedo de todos lo he pasado cuando los cuatro miembros de mi familia dieron positivo en un test y me confirmaron que tenían COVID. Una vez más, de ese miedo emergió la valentía, como un ave fénix.

Cómo citar este documento

Fernández Expósito, Dolores Mª. Una enfermera en pandemia: la cara oculta del héroe. Un ave fénix. Narrativas-COVID. Coviviendo [web en Ciberindex] 30/06/2021. Disponible en: https://www.fundacionindex.com/fi/?page_id=2095
 
 

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