La flor de loto

 José Javier Sarabia Barrós 

Premio principal «Paisajes del silencio» 2022

El muchachuelo enarboló el teléfono móvil sobre la cabeza como un náufrago haría con la bengala que revela su paradero.

─Aquí tampoco hay cobertura, ¡vaya puta mierda! ─exclamó.

─Déjame, so inútil, que no tienes ni idea ─dijo su hermana.

─Ni se te ocurra tocarlo, joder, hasta el mediodía es mío.

─Kevin, Luisa Vanessa, comportaos, por favor ─les regañó Marina, ruborizada.

─Es inútil que breguéis, zagales ─dijo el Alcalde con una sonrisa socarrona, mientras abría una estrecha puerta de aluminio y cristales esmerilados─, hasta que funcione el satélite, será menester que subáis al cerro del cementerio. Bueno ─continuó dirigiéndose a los adultos─, solo nos quedan por visitar los corrales.

Caminaron sobre el suelo cementado de un patio abierto. Lo circundaban parterres blanqueados que solo albergaban los esqueletos de rosales marchitos. Al otro extremo se alzaba una puerta de madera gris adornada con hileras de grandes tachuelas, antaño plateadas. La mitad superior de la hoja partida estaba abierta, y por ella asomó la testa de una criatura con grandes orejas y pelaje de un color similar al de la puerta. Sus ojos parecían dos ciruelas cárdenas recién lavadas e incrustadas en la cara apacible. El alcalde empujó suavemente la testuz del animal para hacerlo retroceder y descorrió el cerrojo.

─Pasen, pasen. No tengan cuidado, la mula es mansa como el agua del manantial. Ya está vieja, como yo, y casi ciega; por culpa de las cataratas. Pero si hacen obra, todavía les puede ayudar a cargar escombro y materiales. O sus hijos pueden subirse a ella y pasear por las eras. Entre Marina, sin temor, a las bestias las desparasitaron en julio.

Refugiada en la fresca penumbra, una cabra masticaba un bocado de alfalfa junto al portón que ofrecía salida al campo limpio y firme. Los adolescentes se habían olvidado del teléfono y estudiaban con silencio admirativo a los dos animales.

─No os acerquéis, zagales, que embiste. También tiene sus años, pero conserva la >misma mala baba de siempre. Aún da leche. Muy rica; aunque deben ustedes hervirla a conciencia para que no les ataquen las fiebres maltas, ya saben lo traidoras que son.

─Sí, claro ─dijeron al unísono Jonathan y Marina, algo alarmados y sin tener ni idea de lo que les hablaba su cicerone.

─Bueno, ¿qué les parece? ─preguntó el Alcalde en cuanto abandonaron el establo.

─La casa es un sueño, Decoroso ─dijo Marina, pero, el acuerdo sigue siendo el que hablamos la última vez, ¿verdad? No habrá imprevistos.

─Por Dios, Marina, si ya se lo he explicado cien veces. El Ayuntamiento compró esta casa a los propietarios y ahora se la regala a ustedes. Todo es legal, y sin gastos; ni siquiera el Impuesto de Bienes Inmuebles. En cuanto a los terrenos, tampoco les costarán nada porque eran comunales y nadie los aprovechaba ya…

Jonathan dejó de prestar atención a aquella letanía de certezas que su siempre angustiada esposa reclamaba una vez más y se sumergió en el recuerdo del día anterior. Marina, los niños y él habían llegado al pueblo por la tarde. Aparcaron la furgoneta de tercera mano junto a la casona, último bastión antes de los prados infinitos. A partir de allí, la calzada empedrada continuaba en forma de un camino terroso hacia la alameda. La brisa y el sol de agosto convertían las hojas de los árboles en molinetes plateados. En el lado opuesto de la calle, manojos apretados de flores blancas y amarillas rebosaban sobre un murete medio derruido, y extendían la sutil invitación de su fragancia. Marina bajó del vehículo y miró hacia el horizonte con las mejillas encendidas

─¿Escuchas a los árboles, Jonathan? ¿Los escuchas? ─le preguntó─, nos ofrecen un susurro de bienvenida─. Él sonrió y le acarició el tripón de embarazada.

─Enciende la calefacción. Y mañana ponte la camisa de manga larga ─le había advertido Marina por la noche, antes de caer dormida en el asiento de la furgoneta sin haber probado el bocadillo de tortilla.

…los jóvenes se sienten atrapados en este pueblo ─se lamentó el Alcalde, con tal inflexión de tristeza en la recia voz que sacó a Jonathan de su ensimismamiento, si bien todavía permaneció alelado unos instantes. Tenía mucho calor. Se remangó─. Lo único que ustedes deben hacer es empadronarse aquí. Y labrar la tierra, claro. Mañana firmamos las escrituras. No habrá sorpresas. Créame, Marina, por favor.

─Está bien. Siento parecer tan desconfiada, Decoroso ─dijo la mujer─, es que…

─No pasa nada ─suspiró el Alcalde─. Pero, como ya les dije, es menester contratar un buen seguro agrario lo antes posible; el cultivo ecológico es muy aventurado. Y no olviden la tarjeta sanitaria. Bueno, ya no les estorbo más. En la alacena encontrarán media arroba de aceite de la cooperativa de Tierrasrojas, un potaje de alubias con carota y una hogaza de kilo; regalos de los paisanos.

─Gracias, Decoroso, gracias ─dijo Jonathan, estrechando con alivio la manaza del Alcalde, ante la cara horrorizada de Marina, que había visto el antebrazo descubierto de su esposo. Sobre la piel velluda resaltaba aquel maldito dibujo de diseño rudimentario: un hombre sujetaba con rostro triste los barrotes que le mantenían prisionero, mientras un corazón con alas escapaba entre ellos. El Alcalde observó la imagen con curiosidad. Marina agachó la cabeza, cerró los ojos y apretó los labios.

─¿Sabéis una cosa? Y perdonad que os tutee, pero me parece que ha llegado la ocasión ─dijo el Alcalde, pensativo, sin dejar de observar el tatuaje ─. Yo practico Yoga.

─Ah, ¿sí? ─preguntó Jonathan con un hilo de voz.

─Pues sí. Y de la tradición hinduista lo que más me gusta es el significado de la flor de loto. A pesar de ser tan hermosa, hunde sus raíces en el fango de los pantanos. En fin, que no hay santo que no tenga un pasado, ni pecador que no tenga un futuro.

─Nos gustaría explicarte…y agradecerte… ─titubeó Marina.

─Pues quedaos. Necesitamos gente, niños, ruido, vida ─dijo el Alcalde con énfasis. Sacó del bolsillo la llave antigua y la posó sobre la mano pequeña de Marina─. Ya me daréis explicaciones, si así os parece. Acompañadme hasta la salida. Mañana sed puntuales, el Notario debe visitar otros pueblos.