Víspera del día de muertos

Tomé esta fotografía de una ilustración callejera en la isla de Janitzio en un día de muertos de 2006.

A Rosario

Los Santos de este año no debería pasarlos recluido en casa. A no ser por la pandemia, me encontraría en México cumpliendo un compromiso académico. No sería la primera vez que la fiesta del día de muertos me cogiera en un país que teme tanto a la muerte que sus habitantes alivian el miedo riéndose de ella. Es bien conocida la vistosidad de las calles engalanadas con calacas al viento y el ambiente festivo que se respira en los cementerios, donde no faltan compañías de mariachis amenizando a pie de tumba las cenas familiares. Siempre me ha emocionado la espiritualidad y a la vez el sentido festivo con que los mexicanos viven una celebración tan lúgubre para el resto de la humanidad. Porque durante estos días, el más allá se aproxima tanto al más acá que terminan confundiéndose en los espacios domésticos.

No hay casa en México en la que no se monte un altarcito para recibir el alma de los difuntos que, fieles a su cita anual, acuden para disfrutar en compañía de sus familiares los manjares que les tienen preparados. Al menos eso es lo que creen y lo que nos dicen. Las comidas que más gustaban al finado son cuidadosamente colocadas en el altar junto a su fotografía y objetos personales, mientras se tiene la precaución de dejar en el escalón de la casa un vaso de agua para que las almas que ya no tienen familia puedan aplacar su sed en su errante caminar.

Fue hace unos años, en una velada de difuntos como la de hoy, cuando una docente de la universidad que me acogía me contó la historia de un extraño encuentro que tuvo en la víspera del día de muertos. Esta es noche también de narraciones familiares, que se desatan a ciertas horas, cuando las copitas de mezcal se tornan copiosas, cuando se inflaman los recuerdos de aquellos que tan fugazmente retornan cada año. Escribir su historia ha sido mi distracción durante una noche de confinamiento. Y conste que no es un cuento, que la escuché como cosa que ciertamente pasó.

–ooOoo–

Hora tras hora, rondaban las once cuando la profesora y su hijo andaban aún recorriendo los callejones colindantes a la plaza mayor buscando alojamiento para pasar la noche. No era empresa fácil encontrar habitación aquella noche. La ciudad estaba ocupada por una muchedumbre que como fervientes peregrinos se desplazan cada año por el día de muertos para asistir a los ritos del lago de Pátzcuaro. Ellos también venían a lo mismo, en cumplimiento de una promesa que la profesora había hecho a su hijo en su último año de liceo: “si apruebas el graduado, te llevaré a Janitzio por la fiesta de difuntos, visitaremos la tumba de tu bisabuelo Severino”.

Allí debían estar ya, si no fuera porque una avería en el autobús retrasó más de cuatro horas su llegada. Con ello perdieron la reserva del hotel y las ganas de bajar al embarcadero, donde seguro que estaría toda la gente, intentando coger una trajinera para ir a la isla más visitada en México en la noche de difuntos. Agotada de tanto preguntar, sin apenas ganas de cenar, la profesora hizo un alto y se sentaron en un puesto de fritanga a reponer fuerzas con unas quesadillas y un refresco. Todo hacía presumir que aquella noche la iban a tener que pasar al raso. No hacía frío, pero una lluvia suave amenazaba con humedecer aún más el ambiente enmohecido por el rumor del lago. Los soportales de la plaza estaban tomados por los comerciantes que resguardaban los grandes fardos de mercancías que a otro día pondrían a la venta. Un buen sitio para dormir, pensó la profesora. Algunos vendedores eran familias purépechas y campesinos que dormían al amparo de sus mercaderías. Seguro que no les importaría darles cobijo.

Pregunten en la Hostería del Elote, puede que allí les acojan.

La fritanguera, una mujer rechoncha y cetrina con una gruesa trenza que le afirmaba la espalda como una columna salomónica, interrumpió las incertidumbres de sus únicos clientes sin dejar de voltear las tortillas de maíz. Lo dijo así, sin que le preguntaran, suponiendo que nadie que tuviera un sitio donde cobijarse estaría allí a aquellas horas. La profesora notó un cierto deje de fatalidad en la forma en que lo dijo, y a pesar de todo le dio las gracias mientras le añadía unos pesos de propina por la información.

La hostería se encontraba en las afueras de la ciudad, en el camino que baja al embarcadero. Recordaba haberla visto en otras ocasiones, un viejo edificio colonial pintado de blanco y adintelado con piedra tosca que ocupaba una esquina muy pronunciada. Llegaron caminando y tomaron habitación. Aunque algo viejo, todo parecía aseado y la joven que atendía era una persona agradable. Resultaba raro que aún tuviese habitaciones libres, estando tan a la vista de los visitantes, pero no eran horas de hacerse preguntas. Mientras la profesora ordenaba la ropa en el armario, el chico jugaba con la hilera de insectos que transitaban por el suelo en un ir y venir sin aparente sentido desde la lámpara de pie hasta la ventana colindante que daba al jardín. Se estaba bien allí.

Mañana conocerás la tumba de tu abuelo Severino –anunció la profesora-. Dicen que murió como un héroe defendiendo la revolución, en una batalla tan cruel y sangrienta que oscureció las aguas del lago.

Pázquaro en purépecha significa teñido de negro. Los tarascos que le pusieron el nombre algo se barruntarían sobre lo que había de pasar allí con el tiempo.

Era apenas un muchacho que había sido arrancado de los brazos de su mujer, casi recién desposados, para perseguir un sueño –continuó la madre-. No alcanzó a conocer a su hijita, tu abuela, que nunca dejó de acudir a Janitzio a poner unas flores en la tumba de su infortunado padre. Ahora que ella falta también, somos nosotros quienes debemos mantener su memoria.

La velada acontecía más triste de lo que ella había planeado, ilusionada por llevar a su hijo de la misma manera que su mamá le llevó a ella desde pequeña a vivir ese momento mágico del encuentro con sus antepasados.

Me apena mucho que no hayamos podido estar en el cementerio al tiempo del toque de la campana, que a estas horas anuncia la llegada de las almas –los ojos de la profesora se humedecieron por momentos-. Es la primera vez que nadie acude a recibir a tu bisabuelo Severino. Mañana no más le contaremos lo que ha pasado y seguro que se pondrá muy contento de conocer a su guapo biznieto.

Pero las ánimas andaban ya demasiado revueltas a aquellas horas de la noche.

Tendidos cada uno en su cama, madre e hijo hubieran prolongado su plática durante horas, evocando las viejas historias de la familia. Mas la jornada había resultado agotadora y a los pocos minutos les venció el cansancio. Y apagaron la luz.

La madre tardaba en conciliar el sueño y notó que su hijo se movía en la cama de una manera inquieta. No escuchaba la respiración densa y acompasada que solía tener en las primeras horas de sueño, por lo que suponía que también estaba despierto. Era normal, siempre había tenido una cierta dificultad para dormir en camas extrañas. En eso le había salido a ella.

No hacía frío, pero la humedad del lago se dejaba notar en el olor tostado que desprendían las viejas paredes de la hostería, impregnadas desde hace siglos de la bruma constante que subía desde las aguas estancadas. Era una noche opaca.

Qué pena no haber podido asistir al desembarque de los dolientes del lago”, pensó la profesora mientras imaginaba en la oscuridad el impresionante espectáculo de las lanchas iluminadas con lamparillas de aceite, acercándose al muelle de Janitzio desde los confines de las islitas que pueblan el lago. Las familias indígenas acuden masivamente aquella noche a llevar sus abalorios al cementerio de la isla, donde reposan los restos de sus antepasados. Les llevan cuencos con sus comidas favoritas, si fumaban, su marca de tabaco, vasitos con tequila y sangrita y su platico de sal y lima. Acarrean canastos enteros de flores de cempasúchil para alfombrar la tumba, iluminada por mosaicos de titilantes velorios. Puesto que las almas de los difuntos habían de acudir aquella noche, bueno era que tuvieran todo lo necesario para sentirse bien, compartiendo con sus familias aquello que más les gustaba en vida.

Había pasado un buen rato y cuando ya se encontraba a duermevela, la profesora notó como un cuerpo se deslizaba sigilosamente dentro de su cama, rozándole la espalda con la tibieza de un reptil.

Hijo, ¿estás bien? –susurró cariñosamente, evocando una escena que no se repetía desde hacía tiempo, desde que su hijo había dado la última crecida.

Pero su hijo no respondió.

¿Estás bien, hijo mío? –insistió elevando tenuemente la voz.

Sí, mamá. ¿Y tú?, ¿estás bien?

Sí, cariño, duérmete.

Las palabras de la profesora atravesaron la habitación como un sordo alarido. La voz del joven no se oyó al otro lado de su cama, como hubiera esperado, sino en la cama de al lado, en la que seguía acostado.

La espalda de la profesora se estremeció como si estuviera rozando un témpano de hielo, aterido y duro como una efigie de mármol. Su cuerpo quedó paralizado, no se atrevía a moverse ni a deslizar sus dedos para no descubrir la forma de aquello que, estaba segura, compartía su lecho. El miedo le paralizó la razón y no pensó ni un momento en encender la luz para desvelar el horrendo misterio que ahora ahogaba su respiración. Y mucho menos pensó en pedir auxilio a su hijo, que parecía a salvo de aquella congoja. Soportaría sola y en silencio aquella presencia, la ignoraría mientras no causase perturbación, dejaría impasible que las horas desvanecieran las tinieblas, y allí estaría ella para hacer frente a lo que quiera que fuese aquello, si es que decidiera hacer algo.

Por increíble que parezca, la profesora terminó sucumbiendo al peso de la noche y entró en un profundo sueño. Cuando los primeros reflejos del amanecer inundaron tímidamente la habitación con su halo dorado, la mujer abrió desesperadamente los ojos para notar con alivio el vacío en su cama, a la vez que veía a su hijo plácidamente acurrucado en el lecho de al lado. Todo estaba en su sitio y como debía de estar. A veces los primeros sueños arrebatan a nuestro subconsciente ilusiones adulteradas que nos hacen perder por momentos la perspectiva de la realidad. Dicen que las pesadillas del primer sueño son las más azarosas y difíciles de olvidar.

Ahora tocaba madrugar para bajar pronto a la dársena y coger las primeras barcazas hacia la isla de Janitzio. Había que asistir al espectáculo del amanecer en el lago, cuando los pescadores tarascos extienden sus extrañas redes, como alas de mariposas que se deslizan en las aguas quietas y sembradas de nenúfares, alteradas estos días por el ir y venir continuo de visitantes de cementerios.

Y allí que anduvieron como unos turistas más la profesora y su hijo. Atravesaron el arco de enramados por donde aquella noche transitaron los difuntos en su anual encuentro con los de este mundo. Visitaron la tumba del bisabuelo Severino, alfombrada con pétalos de caléndula, y el biznieto le dejó el trago de mezcal al que decían era aficionado. Luego comieron pan de muerto y una calavera de azúcar con su nombre inscrito en la frente, mientras reposaban a la sombra de la gigantesca estatua de Morelos que corona la isla. Y emprendieron el regreso con su correspondiente esqueleto de papel maché, recuerdo de aquel inolvidable día de muertos en Michoacán.

El autobús zarandeaba los pasajeros en un vaivén soporífero que pronto convirtió la cabina en un improvisado dormitorio. El trasnoche y una jornada agotadora adormecían las pocas energías que aún quedaban. El joven comenzaba a bostezar cuando su madre le embozaba con una cobija.

Has dormido poco esta noche –dijo la profesora-, otra vez extrañaste la cama.

El joven quedó pensativo, no era eso lo que le perturbaba. De pronto su rostro despertó y miró fijamente a su madre:

– Mamá, ¿puedo decir algo?

Claro que sí, mi hijo –condescendió tiernamente la profesora.

Sabes, mamá, que anoche pasé miedo –la voz del joven temblaba por momentos-. No me atreví a decirte nada. Pero durante mucho rato me pareció sentir una sombra negra que estaba junto a tu cama.

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