
Catalina encarna una tradición de cuidado familiar, donde el conocimiento práctico y la colaboración entre vecinos eran fundamentales para enfrentar los desafíos cotidianos. A través de su relato, Catalina comparte valiosos aprendizajes y enseñanzas profundamente enraizados en su experiencia familiar y comunitaria. Desde su infancia marcada por la escuela y la sastrería, donde aprendió a coser y se formó, hasta su matrimonio y vida con su esposo Miguel, quien también dejó un legado en el tejido local.
Las raíces familiares
Nací en Cabra del Santo Cristo, el día 21 de abril de 1935 en la Calle Antolino, no sé el número porque mi madre no me lo dijo. Y allí estuve hasta que tenia 20 años. Luego ya me fui a la calle Río en el número 9.
Mi padre se llamaba Pantaleón Villanueva Fernández y mi madre M.ª Josefa Ruiz Gómez. Ella se dedicaba a las cosas de su casa y mi padre era albañil, hizo varias casas aquí. El bar que está en la esquina que es del Chispas, donde esta la droguería, ese bar lo hizo mi padre, también una casa que hay al lado de la Caja Rural que está en venta eso también lo hizo.
Éramos cuatro hermanas, pero ya quedan dos. Mi padre murió con 61 años en el año 1966 y mi madre con 97 años y fue en el 2005. Y mi hermano murió también con 74 años.
De mi infancia recuerdo mucho el colegio donde estuve con una maestra muchos años, después me fui a la sastrería con 14 años a coser y a que me enseñaran. Era la sastrería de Francisco Perea y allí estuve hasta los 20 años. Cosíamos pantalones, americanas y de todo. A mi hijo Juan Antonio cuando leyó la tesis le cosí la americana.
Una vida marcada por el compromiso
Mi marido me conoció porque su abuela vivía enfrente de mi casa y estuvo detrás de mí, casi dos años, me hice de rogar. Él se ponía en la esquina de la Cruz, donde está la tienda de Anita, se ponían allí los jóvenes. La sastrería era la otra equina de arriba y allí se esperaba a que yo saliera. Cuando lo veía allí me tiraba por la otra calle y cuando llegaba a mi casa, miraba para arriba y le decía: “espérate ahí”.
Así estuve tiempo, hasta que se fue a la mili y ya empezamos de novios. Estuvimos siete años de novios. Me casé con 25 años y medio el día 7 de septiembre, aquí en el pueblo. Nos casamos y a los nueve meses nació mi primer hijo, fui rápida. Y a los cuatro años vinieron dos. He estado casada 62 años, hasta que murió en agosto. Mi marido me llevaba cinco años y se llamaba Miguel López Navarro él era albañil hizo la casa de la pradera, la primera porque ahora ya está restaurada.
Mi marido estaba en la hermandad del Santo Cristo y hemos tenido la llave de la ermita del Santo Cristo 16 años para ir arreglándola. Mi marido iba dos veces, el martes y el sábado, sin cobrar nada.
Mis hijos están todos fuera. Mi chico, se fue con 10 años, porque le escribió él y otros dos a los frailes de carmelitas descalzos de Baeza, que quería hacer estudios eclesiásticos. Recuerdo que nos enteramos cuando nos llegó la carta diciendo que tenía que hacer el examen. Su padre lo llevó y lo aprobó. Entró y estuvo hasta los 14 años, porque ya no quería hace estudios eclesiásticos. Entonces le daban una pequeña beca y los frailes ponían el resto.
Los demás, se fueron después de estudiar. Pero siempre han trabajado aquí con nosotros, en sus vacaciones, cogían capota que tenían las manos llenas de pinchos.
Crianza, cuidados y remedios familiares
En mi casa siempre ha habido muchos remedios. Le tengo mucho miedo a las medicinas, porque muchas me han caído mal.
Mi abuela era ayudante de la comadrona, se llamaba Catalina Gómez Raya igual que yo y parteaba con Doña Plácida. Había mujeres que te ayudaban mucho. Mi hijo Pantaleón se quebró de las dos hernias y una señora me enseñó a vendarlo y lo vendaba yo. Se cogía todo lo largo de la sábana y eso era la venda, se cortaba la tira. Me lo dijo la señora que vivía en lo alto de la feria. Fíjate que el propio pediatra me dijo: “mire en los pueblos hay mujeres que saben hacer vendajes y se curan así los chiquillos”. Cuando llegué a la revisión del médico y se lo enseñé, me acuerdo que me dijo: “Anda señora si ya es usted maestra” y se curó de las dos hernias. Eso lo tenía que tener todo el día puesto.
Yo recuerdo que tenía siempre mucha tos. Mi madre me asaba papas con cáscara y azúcar y me lo daba para la tos. El tomillo en infusión para el resfriado era común, también se le echaba miel, podía ser pura o de eucalipto, para suavizar la carraspera. Y los higos secos cocidos: cortabas los higos, los dejabas al sol secar y los ponías en infusión. Y eso era para la tos y el resfriado.
Algunas veces, cuando veían que tenías el estómago malo. Te daban la purga con agua carabañas y una vez me dio mi madre un sobre de frutas. La manzanilla nunca podía faltar para la pancilla, a mí no me han gustado las pastillas.
Mi hijo cuando estaba estreñido le ponía una hoja de geranio por detrás mojada en aceite.
Cuando yo tengo la piel escocida, hago mucho el aceite lavado. Echo aceite y un poco de agua y te pones a batirlo y se convierte en una cremilla. También en el culete de los niños. Esto además se lo dije a un médico y me dijo que era lo mejor que podía hacer.
También recuerdo para las pitarras, nos daban unos polvos que le decían polvos de San Antonio, se compraba en la farmacia, para cuando teníamos ceguera.
El romero siempre ha sido bueno, aunque venden en la farmacia, pero no funciona igual que el que te haces. Yo lo sigo haciendo para mis rodillas, mezclado con alcohol.