Y de repente…el caos

“Eres altamente contagiosa y llega la soledad y el miedo”

Rosa María Díaz Vizcaya
Enfermera. Hospital Comarcal de Valdeorras, Ourense, España.

El año 2020 empezaba como otro cualquiera, salvo porque escuchábamos voces lejanas que hablaban de un nuevo virus que se estaba extendiendo rápidamente por tierras de Oriente… nada que nos fuese a afectar, porque, decían los expertos en televisión, era improbable que llegase hasta nosotros.
De repente, empieza a hablarse de posible pandemia mundial y en marzo deciden, al amparo de un estado de alarma, encerrarnos en nuestras casas; a todos menos a los considerados servicios esenciales, entre los cuales nos encontramos los sanitarios.
En el hospital el ambiente se vuelve raro… al principio tratan de aparentar una falsa normalidad, pero los mandos intermedios empiezan a hacer movimientos raros: hacen acopio de material de los almacenes y lo guardan bajo llave (guantes, mascarillas, …).
La sensación colectiva por esta época, en la que tan poco se sabía del virus, era de miedo. Transitábamos por el hospital en una especie de psicosis; a cada superficie, persona, material que tocábamos, nos desinfectábamos las manos como autómatas. Por aquel entonces se decía que el virus perduraba en las superficies y eran una vía esencial de contagio. Se nos empezó a decir que debíamos desinfectar la compra, y cualquier otra cosa que nos llevásemos a casa del exterior, con lejía. Fue como meternos a todos en las burbujas de la seguridad de nuestro hogar. Recuerdo que, cada vez que llegaba a casa de trabajar, me desnudaba nada más traspasar la puerta. Pasaba los zapatos por un paño con lejía, me llevaba toda la ropa a la lavadora y yo me metía en la ducha. Recuerdo haberlo hecho hasta tres veces en el mismo día, ya que, por aquel entonces hacía guardias de UVI móvil. El pelo se me empezó a caer de tanto lavado y la piel la tenía destrozada. Empezaron también a desinfectarse las calles, aunque apenas pasaba nadie por ellas…
Llega el día en que deciden suspender la actividad quirúrgica programada. Esto ocurre más tarde que en otros lugares, puesto que yo trabajo en un pequeño hospital comarcal y aquí tardó un poco más en llegar el primer caso de covid. Pero, viendo que en el resto del servicio de salud lo hacen, deciden hacerlo también aquí. Como yo trabajo en el bloque quirúrgico, me quedo sin actividad, pero mi sentido de la responsabilidad me hace ofrecerme a trabajar en planta o en cualquier otro servicio en el que se necesite más mano de obra.
Mi supervisora decide reubicarme en el hospital de día de oncología, poniendo tratamientos de quimioterapia. Ya había estado alguna vez, hace años, pero no es un servicio que yo elegiría para quedarme. La gente suele ser muy agradecida con nuestro trabajo, pero no me gusta porque, día a día, ves la cara al cáncer y yo soy una persona bastante sensible al dolor ajeno. A pesar de mis 20 años de profesión, me sigo encariñando con la gente. Existe la creencia popular de que, como estamos acostumbradas a la enfermedad, el sufrimiento y la muerte, no nos afecta, pero eso no es cierto. Somos humanas y sufrimos como cualquiera.
Se nos envía una circular por parte del Servicio Gallego de Salud, en la que nos prohíben usar mascarillas. La dirección del hospital nos llama la atención si las usamos. Según ellos, asustamos a los pacientes. Estamos en Estado de Alarma por pandemia mundial y nos dicen que no podemos usar mascarillas porque alarmamos a la población ¿No es un sinsentido?
Sin embargo, en este nuevo puesto de trabajo se nos permite usar una mascarilla quirúrgica, puesto que los pacientes son inmunodeprimidos y tienen miedo a contagiarse. Todos vienen con buenas mascarillas FFP2 o FFP3.
Un día, al final casi del turno, nos comunican que a uno de los pacientes que hemos atendido se le va a hacer una PCR, ya que dos convivientes son covid positivo y él mismo no se encuentra bien (él a mí no me dijo nada, a pesar de que fui la que le presté atención directa). Le atendí con mi mascarilla quirúrgica, pero él llevaba una FFP3. Mi nueva supervisora nos dice que, si notamos algún síntoma compatible con covid lo comuniquemos, por leve que sea. No podemos arriesgarnos a poner en peligro a estos pacientes.
Al cabo de unos días, siendo fin de semana, empiezo a notar algo de cefalea, acompañada de rinitis y diarrea. El lunes, al llegar, se lo comento a la supervisora. Pienso que la rinitis es por la alergia estacional, que padezco todos los años, y la diarrea por el SII que también sufro, pero se lo comunico por si acaso, ya que nos instó a comunicarle cualquier síntoma. Antes de sopesar si deben hacerme una prueba PCR, decide averiguar si aquel paciente sospechoso con el que estuve en contacto directo resultó covid positivo o no. Tras confirmarlo, me indica que llame a Medicina Preventiva, para que me hagan la prueba. Como me dan largas, ella misma pide un volante para la prueba en el servicio de urgencias y me la hace, sin colocarse un EPI, ni nada. Ni ella, ni yo, creímos en ningún momento que el resultado fuese a ser positivo, con esos síntomas tan sutiles.
Al día siguiente las horas de espera son eternas… ansío obtener el resultado para volver al trabajo, pero, tras varias llamadas… el positivo… mi cara de susto al teléfono y la de incógnita de mi marido y mi hijo a la espera. Si tuviera que definir con una sola palabra lo que sentí en ese momento sería PÁNICO; un miedo terrible a lo desconocido, a lo que podría ocurrir en mi cuerpo, a resultar contagiosa para los míos… el caos. Desde el otro lado de la línea tratan de infundirme tranquilidad, pero yo ya no estoy… Tardo en reaccionar, me encierro en mi habitación, en shock, lloro… Mi mundo se derrumba sobre mi… De repente me siento en una película de ciencia ficción, de esas americanas, futuristas. Todo parece irreal.
Pasan los días, los síntomas empeoran, y yo sigo en una especie de limbo entre el mundo que conocía y esta especie de película en la que me encuentro como soñando… y de la que espero despertar pronto, tomando consciencia de que sólo ha sido una pesadilla y que mi mundo sigue en pie, como antes, como siempre. Estoy aterrorizada. A veces tengo fiebre y siento que me explota la cabeza, me siento muy cansada. Del centro de salud, alguna llamada para asegurarse de que sigo aislada y diciéndome que haga ejercicio. No tengo ganas de nada; me duele todo el cuerpo, estoy cansada, duermo. Duermo mucho y, cuando la cefalea cede y me lo permite, leo para conseguir evadirme. Leo mucho.
Veo a los míos a distancia. Mi hijo quiere abrazarme, le explico que no pueden tocarme, ni acercase. Un día le duele la barriga y yo me rompo a llorar desconsolada; pienso que le he contagiado. No sé cómo explicar lo que se siente siendo “altamente contagiosa”, dañina para los demás. Sientes necesidad de afecto, pero nadie puede acercarse a ti. Tienes miedo, te sientes sola, pero nadie puede consolarte con un abrazo o un beso. Solo palabras al otro lado de la puerta de tu cuarto…

Dos años después… Me encuentro (aún con lágrimas en los ojos) tratando de narrar uno de los momentos más inciertos de mi vida, por si alguien que quiera leerlo puede entenderme un poquito.
Las cicatrices emocionales aún están tiernas. He pasado de ser una persona que mostraba afecto besando y abrazando, a sentir miedo cuando alguien me da dos simples besos. He pasado de ser un animal social, que buscaba cualquier excusa para salir, viajar, etc. a una persona solitaria cuyo mayor disfrute es leer durante horas.
Ya no sé si quiero seguir siendo enfermera. Siento que me paso la vida cuidando, pero a nosotras no nos cuidan. Nos han maltratado; la Administración nos ha maltratado. No nos han dejado protegernos y nos han acusado de contagiarnos por mala praxis, o por tomar café en los lugares de trabajo (cuando teníamos tanto miedo, que no tomábamos nada durante el turno de trabajo; salvo algún trago de agua, cuando lo necesitábamos). Hemos enfermado, algunas han muerto y no se nos ha reconocido como enfermedad laboral. Nuestra vida en peligro, también la de nuestras familias… nada compensa eso. Aluden a nuestra vocación, pero para mí ya no es suficiente. Se creen con derecho a exigirme que arriesgue mi vida y la de los míos por mi vocación y mil y pico euros al mes. Trabajo por dinero, no por vocación. Y tampoco el dinero es suficiente.
Pero éstas solo son las secuelas emocionales, también las hay físicas. Dos años después, todavía mis brazos y mis piernas sienten calambres, hormigueos y se duermen a menudo. Mis ciclos hormonales están revolucionados. Y yo… yo ya nunca volveré a ser la misma

Cómo citar este documento

Díaz Vizcaya, Rosa María. Y de repente…el caos. Narrativas-COVID. Coviviendo [web en Ciberindex]  17/06/2022. Disponible en: https://www.fundacionindex.com/fi/?page_id=2405

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