La danza del enamorado y la hechicera

Escribí este relato para el periódico Ideal de Granada (18.X.92), en el que recreo una historia que pudo ser, porque los personajes existieron en la realidad, pero cuya trama es fruto exclusivo de mi imaginación. He elegido para ilustrarlo el cuadro de Murillo Mujeres en la ventana, porque fue pintado en la ápoca que recreo en el relato, y porque es fácil imaginar sus picaronas sonrisas en doña Ana y la Camacha.

Entre los papeles de la casa de los Maldonado, nobles señores que fueron de la villa de Noalejo y caballeros notables de la ciudad de Granada, encontré un pliego en cuarto que cuenta la edificante historia de un mancebo y una famosa hechicera, en cuya lectura he gozado tanto que ahora saco a la luz para deleite de otros:

«Esto es lo que me sucedió con una mujer llamada Leonor Rodríguez, por mal nombre conocida como Camacha, viuda no vieja de un labrador montillano, a quien dicen las malas lenguas que tornó loco para que no le estorbase en sus hechicerías. De ellas es maestra consagrada, a tal punto que su casa es cenobio obligado para expiar las turbulencias del amor, a donde llegó una destemplada noche el que, siendo otrora el mayor calavera de Granada, es hoy el más ligado amador que por ella anda penando.

          Supe de la Camacha compartiendo celda con un su sobrino, tan truhán y espadachín como yo, que gozo de fama de ser el peor de los bastardos de Don Diego Maldonado, pues juntos fuimos prendidos por la justicia cuando escondíamos nuestras vergüenzas en el cofre de unas mujeres emparedadas a quienes enamorábamos desde hacía tiempo. Este Lope de Bonilla me contó que su tía había deprendido de joven multitud de hechicerías de cierto moro sin bautizar con el que andaba echada y del que llegó a saber hasta treinta y cinco conjuros, unos con cerco y otros con palabras, para los que tenía en su casa abundancia de sapos y salamanquesas muertas y secas, y hasta un alfiler que le había regalado post mortem un familiar desventurado que había dado con su ánima en el infierno y que empleaba para hacer filtros de amor, aunque bien poco ella lo precisaba, que con solo regalar a sus amigos unas buenas tortas de pan bien refregadas en sus partes le bastaba para ligar sus voluntades. Tal era su empuje.

          Años después, cuando la noble estirpe se doblegara ante mi desdichada condición, he buscado al mal Bonilla como a un deudo para suplicarle que, por mor a las fruslerías compartidas, me entrase en el cubil de la Camacha, pues andaba de pocos meses a esta parte con el ánimo tan abatido que pensaba morir. Y es que ni aceites perfectos ni sangrías pudieron apagar la pasión que corría por las venas del querer, cuando mi señora doña Ana Silveira desdeñaba mis cuidados, viendo con pesadumbre y envidia malsana recibir los favores quienes menos lo han menester.

          Dos hermanos portugueses, como dos ganapanes, guardaban de las ansias ajenas a la pálida viudita que andaba en las frescas mañanas de mayo camino de San Pedro, confundiendo su débil talle con los juguetones ramajes de los sauces de la ribera del Darro, entreteniéndose como infanta confiada con las florecillas y las olorosas matas de toronjil, mientras el corazón de este amador desesperado andaba cociéndose celoso hasta del leve reflejo de luz que ascendía lentamente por su delgado cuello para robar una caricia a esos sus labios delicados como filos de coral.

          Aquella noche turbulenta entré como penitente en el jardín de la Camacha, que era hembra de buenas posaderas y mayor ingenio, que se holgaba enseñando las uñas de águila que le habían crecido en los dedos corazón de las manos como señal inequívoca de pacto y alianza con su señor de los infiernos, por más señas llamado Gayferos. Como ya conocía la causa de mis desdichas, la pérfida mujer empezó por alentarme a ponerles pronto remedio adelantando una escudilla de plata para que fuese soltando algunos doblones, mientras ella comenzaba el ritual curativo. Así empezó hincando sobre un brasero de lumbre un cuchillo colgado de una redomilla con vino y granos de pimienta y una olla con huevos y orinas de una negra y un jarro con un escarabajo dentro que lucía en su coraza una silla de cera, después vino a cerner sobre él, con un cedazo, sal y cáscaras de cebollas, para terminar dándome una yerba y una figura de mujer cortada en lienzo que había de colgar en mi casa en una ventana al aire, con todo lo cual había de venir sin dilación mi enamorada.

          Si muchos fueron los ducados que embolsó la Camacha, no fueron menos los que gasté en albricias por las tabernas del Zacatín. Aquella noche expuse al fresco mi colgadura con tantas ansias que la hubiera pasado en vela a no ser por las muchas azumbres de vino que llevaba en el cuerpo, cosa que no ocurrió en las que siguieron a pesar de la mucha somnolencia que me producía el cocimiento de hierbas que la Camacha me había procurado. En pocas semanas la ilusión fue tornándose en desengaño, y lo más parecido a mi señora que pasó bajo el alféizar de la ventana fue cierta putilla vecina mía que se espantaba por lo desencajado de mi rostro, ahora pálido como una huesa que, al asomarme al escuchar sus pisadas, ella confundía con el de un aparecido.

          Así fue como volví a la Camacha a pedirle cuentas, con tanto furor que de haberme topado con el Bonilla le hubiera dado de puñadas, pero la muy zorruna es mujer tan instruida en el arte del engaño que no solo excusó devolverme los dineros porque dijo haberlos gastado en mortajas de pobres muertos y otras obras pías, sino que se lamentaba de lo muy difícil que era mi caso, emplazándome a visitar a una mora albaycinera amiga suya que, además de hechizos, decía las cosas por venir y acertaba tanto que acudían a ella gentes de todo el reino de Granada.

          Contó la hechicera mi aflicción a la mora quien, tras recibir sus prebendas y cuando sonaba el toque de ánimas, salió a un apartado campillejo y con un cuchillo de cachas prietas hizo un cerco en el suelo, metiéndome dentro y puestos en cueros los dos hízome montar con ella sobre una escoba untada de porquerías, frotando su cuerpo mientras me enseñaba una oración que repetí hartas veces:

Marta la mala, que no la santa,
la que los fuegos enciende
y los polvos levanta,
mi figura tomedes
y delante de mi amiga os paredes,
de mí le contad, de mí le contedes.
Marta hermana, traédmela Marta.

Luego que salimos a la calle la Camacha me encomendó que al día siguiente, que era miércoles, colgase de mi cuello trece velas y habas y garbanzos y entre las once y las doce saliese a la calle con un pie calzado y otro descalzo y buscase tres iglesias que tuviesen sacramento para echar una blanca o un chanflón de limosna en el cementerio de cada una. Después iría a casa de mi señora doña Ana sin cruzar palabra con persona alguna y a la altura del portillo trasero saltar la tapia para entrar en el corral y buscar el brocal del pozo donde ocultarme. Al poco rato escucharía un estruendo de perros ladradores que es como se presentaría su señor Gayferos, el aposentador mayor de los infiernos, a quién debía de invocar gritando ¡Gayferos sois! para darme a conocer y así sería tomado con dulzura y llevado a los aposentos de mi enamorada.

          Con el ánimo alienado por los deseos de tenerla, sin sospechar la traición que se cernía sobre mi cabeza, seguí como mula de paso las instrucciones de la hechicera, a quién hube de adelantar algunos otros cuartos, de forma que a la noche siguiente me encontré descalzo y al raso sosteniéndome con miedo y apuros en el húmedo vacío de un oscuro agujero. Cuando a poco comencé a sentir porrazos y voces y a notar sobre mi cabeza los alaridos de los canes, me alcé invocando a Gayferos para encontrarme, no a afables demonios, sino a los dos infames portugueses que armados de grandes porras hollaron a golpes mi cabeza hasta hacerme caer al vacío y, después, sacarme asopado para rematar sus combates llevándome a fuerza de golpes y empellones hasta las cárceles del Santo Oficio, a donde llegué como un Jesucristo al monte Calvario.

          Hoy, desde la cueva de penitencia donde aguardo remediar mis maltrechos cueros para tomar plaza en galeras, he sabido de la burla del traidor Bonilla, el villano, el desalmado, que estando aquella noche al acecho de mi secreta entrada, puso en alerta a los curadores de doña Ana, brindándose luego con falsa generosidad a guardar su casa cuando se ausentaron para conducirme preso, con lo que mientras yo era soezmente apaleado, él seducía a mi enamorada y disfrutaba de los placeres cuya torpe asechanza me ha conducido al incierto destino donde me hallo. Tales son las adversidades de la fortuna.» Manuel Amezcua

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Este relato tiene anécdota. Cuando lo publiqué, envié un recorte a mi buen amigo Juan Eslava Galán con esta dedicatoria: «A mi amigo Juan, en cuyo estilo me inspiré para crear esta ficción». Años después, en su obra Misterioso asesinato en casa de Cervantes, aparecerá la Camacha en el capítulo 24, «Que trata de los polvos secretos que Doña Dorotea compró a la curandera Palazona y de las discretas razones que entre ellas hubo».

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