Una despensa en el Tarahal

Mi primer viaje del año ha sido a una aldea innominada. Porque el Tarahal pasó de ser una próspera feligresía asentada en la ribera del río Guadahortuna, en los confines del Santo Reino, a un lugar fantasma que ni siquiera es identificado por Google Maps. Hoy, ni el río lleva agua ni la aldea tiene almas aposentadas.

Solo un puñado de casas arruinadas y una pequeña iglesia saqueada años atrás a donde solo acuden los vencejos a habitar sus grietas y a dar compaña a los pocos santos mutilados que escaparon de la codicia. Pero, entre la desolación del lugar, destaca una solitaria fachada impolutamente encalada y adornada con ristras de pimientos rojos secándose al sol, expuestos como el orgulloso tótem de una tribu ancestral que no se resigna a ser ensombrecida por el tiempo.

La casualidad quiso que se encontrase en ella su curadora. Su gracia, Maritere, la de Emilio el carnicero, que desde que se jubilaron acude casi a diario desde las Dehesas para dar lustre a la casa que vio nacer a toda su estirpe. Eso ocurrió en unos años en que la aldea estaba llena de vida, antes del éxodo migratorio de los sesenta, cuando casas y cuevas como catedrales albergaban toda clase de criaturas, humanos y bestias conviviendo en sabia conjunción con un medio que les proveía de todo lo necesario para vivir dignamente.

Dejo una fotografía del interior de la casa de Maritere, de la techumbre de la sala principal, que se erige en una despensa suspendida en el espacio de la que cuelgan un camping gas y ramilletes de frutos y hortalizas en proceso de deshidratación, canastas de provisiones y botijos de agua fresca que desafían las leyes de la gravedad. Todo a buen recaudo de roedores y otras alimañas, bajo la atenta protección de un San Antonio y una Virgen del Carmen, ocupada en salvar ánimas del purgatorio. Así ha sido durante generaciones y así sigue siendo cuando el cortijo recobra periódicamente su vitalidad para convidar con sustanciosos bastimentos a los comensales que de vez en cuando se juntan para rememorar tiempos pasados.

De sus anfitriones nos despedimos bajo la solemne promesa de regresar para asistir a alguna de estas suculentas meriendas, que así de generosas son las gentes de estos lugares. Manuel Amezcua

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