Habanera de los «ahogados»

Lourdes Aso Torralba

Accésit «Paisajes del silencio» 2020

Los pueblos abandonados atraen al silencio. Silencio roto por el crujir de una rama, el graznido de un cuervo, el correteo de un jabalí. Quizá suene el agua de alguna fuente si todavía se decide a manar. Ahora, lo normal es que se hayan borrado los caminos y estén cubiertos de zarzas y maleza. Que las culebras deambulen a sus anchas por las ruinas de tejados derrumbados y aniden bajo las piedras. Los huertos de antaño se han desdibujado y ya nadie se pelea por una linde, ni por una pared medianera. No hay tomates en verano, ni gallinas cacareando. Ni mujeres con sus risas, ni el sonido de las azadas rompiendo la tierra. Hasta el camposanto está en silencio. Sin arreglar más que por la Fiesta de Todos los Santos. En verano llega algún nostálgico en bicicleta, solo por saber cómo era ese pueblo antes de quedar olvidado. La rueda cruje. Espanta tanta tranquilidad e incluso ese visitante se siente intruso. Como si tuviera que pedir permiso al entrometerse donde no le han invitado. Le crece una sensación fantasmagórica que rodea al abandono. Se llega hasta lo que fue la Iglesia. Queda la Torre del Campanario apuntalada y lo que debió ser el altar mayor. Asoma ahora que es verano, porque en invierno, con las crecidas de las lluvias y el pantano al noventa por ciento de su capacidad, solo los del pueblo saben donde han de mirar. Encuentran los baños de Tiermas, sulfurosos, medicinales, esos a los que venía Alfonso XIII para sanar los reumas y el caudillo Franco para tomar el barro como cataplasma contra la dermatitis psoriásica. El viajero se queda parado, intentando que le llegue el sonido de la algarabía y se le escapa una lágrima. Donde se debían congregar los vecinos durante la fiesta mayor ataviados con las mejores galas, no hay más que sombras de un pasado que fue próspero hasta que les expropiaron fincas y casas. Hasta que se hipotecaron vidas. Escucha los llantos de las mujeres. Nota el miedo en las almas. Sabe que todos habrían preferido morir antes que marchar a la ciudad. Tan grande. Tan despersonalizada. Tan fría. Tan inhumana. Con lo tranquilos que habían vivido todos en el pueblo. Con sus vecinos de siempre, sus calles, sus montañas y también su silencio. Porque a la gente de pueblo le encanta el silencio. El viajero imagina que hay puntos diminutos en las laderas yermas y se dice que en otros tiempos, sin margen de error, habrían sido ovejas pastando hierba y desbrozando espesuras para cuando los posibles incendios. El visitante, aunque es verano y no ha conocido ese pueblo incomunicado por las nevadas, no tiene duda. En el pueblo no hay estrés. Se le ha parado el reloj del tiempo. Disfruta de pequeños detalles. Por ejemplo, del olor de las margaritas silvestres. Contempla el vuelo de las mariposas que, ajenas a la intromisión, siguen libando el néctar de las flores. Al visitante le resulta extraño un pueblo sin ladridos de perro, sin maullidos, sin voces humanas, sin humo en las chimeneas. Un pueblo con puertas cerradas y ventanas rotas. Sin ropa tendida. Un pueblo inundado por el pantano que iba a servir para regar la tierra de la ribera y que, cuando baja el nivel del agua, asoma la cabeza. Un tejado por aquí, otro por allá, respirando lo poco que puede respirar. Aunque para llegar no haya buena carretera, el visitante opina que las vistas son fabulosas. Que no habría mejor lugar para descansar. Que hasta el más deprimido podría haber vuelto a sonreír en un paraje de ensueño, que años atrás rezumaba vida. Ahora no. Ahora es un pueblo muerto y silencioso. Si acaso, asoma una cara en el suelo de piedra de una casa y se niega a marcharse. La Milagros, dicen. Se le parece. Con la boca abierta en un grito y los pelos desgreñados. Como si la hubiera retratado Van Gogh con todo su impresionismo. Reaparece una y otra vez. Porque ese es su sitio. No va a dejar que aún después de muerta, la vuelvan a desterrar. Regresa sí. En la casa se siente en paz. Con tanto silencio puede pasear a sus anchas. Ir y venir al camposanto. Arrancar las malas hierbas y regar algún geranio. El visitante cree que le fallan los oídos. Ha creído escuchar la Habanera triste de la Ronda de Boltaña. Su estribillo. (1) “Quién me iba a decir a mí, que soñaba con el mar, que en un maldito pantano, ayayay, mi casa iba a naufragar” Habla de Jánovas, de Tiermas, de Ruesta. (3) En Escó todavía se mantiene abierta casa Guallar. Viven tres hermanos: Félix, Baltasar y Evaristo, que cuidan del ganado por las faldas de la Sierra de Leire. Quizá ya sean dos. O uno. Habrán venido los servicios sociales para decirles que no pueden vivir solos. ¿Y qué voy a hacer yo en la ciudad? -habrán dicho. Si mi vida ha sido siempre el campo. Mira que jamás salí, salvo a las verbenas en tiempos mozos. En la ciudad habrían de atropellarme. Demasiado ruido. Aquí no pasan coches. Me da el sol. ¿Tele? No, prefiero la radio de toda la vida. Aquí se cogen varias emisoras. Le preguntan al viajero si es periodista. Hay muchos que vienen a hacer preguntas para luego ponerlas en la prensa de la capital. Fotos no, que no se dejan. El visitante ha visto en algún folleto instantáneas del pueblo. Las mujeres cosiendo a la sombra del nogal, los críos en el patio de la escuela, las caballerías amarradas en los ganchos enclavados a las paredes de las casas para atar las sogas, los días de mercado con los puestos llenos de productos frescos de las huertas y las mujeres amamantando a los niños en la cuneta de un camino, prestas para continuar la siega. Sí, eran otros tiempos. Ahora ¿Qué jóvenes iban a vivir en un pueblo? No tendrían posibilidad. Sin escuela para los críos. Sin médico. Sin farmacia. Sin tienda para comprar. Y sin líneas de autobús que comuniquen los pueblos con la capital. Llegar se llega, pero no da para que pasen dos coches a la vez. La mujeres jóvenes ahora no volverían al pueblo. No sin un trabajo que les permitiera llegar a fin de mes. Artesanía on line. Producción de queso envasado al vacío. Traducción de libros que permitiera tele trabajar.

El visitante lleva rato parado, pensando que tal vez está allí porque acaba de encontrar su sitio. Que el pueblo le grita que se quede. Que los abuelos del Camposanto lloran de emoción al sentir su cercanía y aguardan a que entre en una de las pocas casas que el agua no ahogó. Que utilice los cuatro ahorros en rehabilitarla. La casa caída de la ronda de Boltaña, ahora sí, le grita bien clarito: Y es que (2) no estas aquí para llorar, vosotros sois mi pueblo y estos montes tu hogar, por eso sé que no vas a llorar, si se nos cae la casa, se vuelve a levantar.

El visitante sabe que cuando diga en la ciudad que se vuelve al pueblo definitivamente, lo van a criticar. Callará porqué lo hace. Lo tacharían de loco si explicara que ha escuchado a los muertos cantarle que levante las casas caídas, que regrese a su hogar. En la ciudad nadie escucha a los espíritus y menos, a esos que se quedaron intranquilos flotando en las aguas de los pantanos, asomando de vez en cuando la cabeza por si llega algún visitante. Y fue al verlo y antes de perder la oportunidad, que lo invitaron a quedarse. Hasta la Milagros sonríe. O la que más. Porque si abre una puerta, otras más le seguirán.

Nota: (1) En cursiva letra de canciones de La Ronda de Boltaña (2) modificada letra para ajuste literario (3) Tras la construcción del pantano de Yesa,muchos pueblos quedaron deshabitados. Tiermas era un pueblo prospero que ahora está inundado por el pantano y sus alrededores muertos.